lunes, 25 de noviembre de 2013
Pandora
Me acaban de llamar del edificio del Cordón donde vive mi madre. Parece que se cayó. Parece que vino el SUAT o cualquiera sea la emergencia que tiene y se la llevó a la mutualista. Parece que está quebrada. Parece que se acordó que tiene una hija.
Cuando yo tendría alrededor de doce años, no podía soportar la extraña relación de mis padres. Siempre peleando. En realidad era mi madre la que peleaba. Tampoco peleaba. Tenía sus interminables monólogos. Sus letanías cotidianas.
Yo llegué bastante tarde al hogar, cuando casi no me esperaban. Tuvieron doce años de peleas, y en el año número trece, cuando nadie esperaba nada, caí yo como una paracaidista. Yo no pedí venir, pero evidentemente ellos me llamaron de donde quiera que yo me encontrara, y aterricé en aquel hogar de dos seres tan distintos como complejos.
Los primeros años no fueron tan malos. Había mamá, papá, abuelas y algún tío o primo no tan cercano, pero que daba un poco de respiro a ser hija única.
El calvario empezó después, cuando yo tendría ocho o nueve. Tal vez había empezado antes, pero yo estaba muy ocupada con crecer o jugar o ser feliz que no lo registré.
Un día cuando llegué del colegio mi madre estaba totalmente fuera de sí y hablaba sola, o le hablaba a un retrato de ella y mi padre en algún lugar del mundo.
Estúpida y cien veces estúpida por confiar en vos, pedazo de mierda, o vos te crees que soy estúpida. Ya se que tenés otra mina. Hace años que lo sé, pero igual pensé que algún día te ibas a dar cuenta.
Así siguió el monólogo como dos horas. Yo me quedé quietita en la cocina hasta que se calmó un poco, y ahí hice ruidos como que había llegado.
A partir de ahí todos los días o día por medio tenía aquella puesta en escena. Yo llegaba del colegio y mi madre puteaba a la foto de mi padre. Más o menos repetía el mismo repertorio, palabra más insulto menos o viceversa.
Esto más o menos duró cuatro o cinco años.
Una vez sola se lo comenté a mi padre, pero la respuesta que me dio me descolocó. Eso la hace feliz. Es su mundo. Ella no tiene otro mundo que yo, y entonces se le queja a mi foto. Si yo estuviera aquí y le contestara, empezarían las peleas y ella no podría enfrentar su frustración. Así es mejor para todos. Pero no te preocupes. Ella igual nos quiere mucho.
Nunca supe si mi madre sabía que yo estaba dos horas esperando que ella terminara su mónologo de insultos diarios, quietita en la cocina.
El tema fue que me sucedió lo que a cualquier otra mujercita en la adolescencia. Tuve mi primer período. No le dije nada a mi madre, pero ella de alguna forma se enteró. Entonces su monólogo iba dirigido a mi padre y a mi. A mi padre por haberla embarazado, y a mi porque algún desgraciado me iba a embarazar y que iba a ser de ella. Quien la iba a cuidar, y bla bla bla.
La perorata era diaria, y yo seguía esperando quietita en la cocina, hasta que el voltaje del monólogo bajase, y entonces hacía algún ruido anunciando mi presencia.
Hasta que un día cualquiera, capaz que porque mis hormonas estaban en su punto más alto, decidí hacer lo que en definitiva iba a modificar el destino de todos. Decidí seguir a papá.
Claro que papá tenía otra casa. Claro que tenía otra mujer que lo esperaba. Claro que tenía alguien más que lo besaba cuando llegaba.
Al día siguiente al volver del colegio no quise escuchar el monólogo. Me paré en el living y le dije a mamá que papá tenía otra mujer que vivía en una casita en Malvín, en la calle Orinoco. Le di la dirección completa.
Ahí fue el comienzo del fin. Mamá me echó de casa. Que yo era una mocosa atrevida, que era Pandora, que había abierto la puerta del mal para separarla de su marido, que yo era una celosa de porquería, que debía tener algún macho calentándome la cabeza, que los dos estaban tan bien antes de que yo llegara, que antes su marido era de ella sola y que no precisaba testigos que juzgaran su vida, y la lista siguió hasta límites imposibles de entender en una relación madre hija.
Afortunadamente mi abuela paterna me cobijó en su casa.
Estuve ahí doce años.
Después me fui a vivir sola. A papá lo seguí viendo. El estuvo siempre, me vió cada fin de clases desde que me fui de su casa hasta que me recibí. Estuvo conmigo cada Navidad y cada cumpleaños. Me llamaba por teléfono, y hasta me llegó a alquilar un apartamento cuando me fui de lo de la abuela, tras su muerte. En todos esos años, yo pensaba que iba a volver a mi casa, pero mamá nunca preguntó por mi.
Dos veces le pregunté a papá si mamá no hablaba de mi o si no le preguntaba. El no quería mentirme, pero tampoco quería decepcionarme. Bueno, vos sabés como es tu mami, pero ya se le va a pasar.
Nunca se le pasó. Pasaron dieciocho años y nunca más quiso saber de mi.
Qué sentí yo todos estos años, no sé. Un vacío. Supongo que como los perros que no tienen dueño y andan vagabundeando y acercándose a alguien en busca de un poco de calor. Ni siquiera puedo decir que la extrañé. Solo un lugar que debía estar ocupado y estaba desierto.
Hace un mes que murió papá. Yo fui a su velorio y entierro. Mamá no estaba. Y eso que papá siguió viviendo en el apartamento del Cordón hasta el final. Nunca se mudó a la casita de Malvín. Dieciocho años más vieja, la mujer de la calle Orinoco se presentó en el velorio. La reconocí.
Me acaban de llamar del edificio del Cordón donde vive mi madre. Parece que se cayó. Parece que vino el SUAT o cualquiera sea la emergencia que tiene y se la llevó a la mutualista. Parece que está quebrada. Parece que se acordó que tiene una hija.
Acoso
Acoso
La niña ya había visto a su hermano llegar llorando del colegio, no una vez sino varias veces. Era menor que ella, y no podía aguantarlo. Ella ya había pasado por eso antes, y pudo solucionarlo a su manera. La niña pensaba que ella era distinta, y no le importaba ser distinta, pero a todos aquellos vándalos como los llamaba el abuelo cuando molestaban a su hermano, no les gustaba que hubiese niños distintos. Siempre molestaban a los gordos, o a los que usaban lentes, o a los que no podían hacer deportes, o a los pecosos. El hermano de la niña no usaba lentes, era flaco, era bueno en los deportes y no tenía pecas. Era tímido, y solo cuando lo llamaban al frente o lo hacían parar para leer, tartamudeaba. Ese era el punto de apoyo de todos los matoncitos. Y de los demás, porque los espectadores eran tan culpables como el matón principal. La niña pensaba que su hermano sufría, pero no decía nada, y cuando su madre empezó a quejarse de que su hermano, con nueve años cumplidos, había empezado a orinarse en la cama, supo que ya había llegado al límite. El último día que la niña que se creía distinta vió a salir del colegio a su hermano con lágrimas en los ojos, y a los matones de turno correrlo a las pedradas, supo que tenía que hacer algo.
Ella era distinta porque en lugar de jugar a las barbies, o de hablar de idioteces, le gustaba espiar a la gente. A su madre, a sus abuelos, a su hermano, pero sobre todo a su padre. El padre de la niña que se creía distinta hablaba mucho con los clientes y ella había sentido varias veces usar la palabra bullying, y que su padre decía que tenían que denunciarlo, así que la niña esperó a su padre después que se fue el último cliente y le dijo que tenía que contarle una cosa. El padre de la niña que se creía distinta, la abrazó, la zarandeó un poco y le dijo que estaba muy ocupado. La niña le dijo que él siempre estaba ocupado, y que no podía ver, que su hijo, el hermano de la niña que se consideraba distinta estaba sufriendo de bullying o como quiera que se llamara, que en el colegio le pegaban y que había vuelto a orinarse como decía mamá porque no quería ir al colegio, y que si él, el padre de la niña que se creía distinta no hacía nada, su hermano iba a hacer igual que aquel otro niño, hijo de sus clientes y al que nadie escuchaba y se iba a terminar tirando por el balcón, o haciendo algo peor. La niña no sabía que podía ser peor, pero igual quería que su padre supiese que su hermano estaba pasando por eso tan horrible que sus clientes le iban a consultar. Recién en ese momento el padre de la niña se puso serio. Como pudo ser, como no me di cuenta, cómo nadie se dio cuenta, que barbaridad, dijo el padre de la niña y se agarró la cabeza con las dos manos.
La niña se sentó y le dijo a su padre que se fijara en una página de la porquería de Facebook, donde todos los matones del colegio hablaban de hacerle la vida imposible a su hermano, y que los matones eran dos, peros los demás eran todos tan matones como los matones, porque no decían nada, o apoyaban o se reían. El padre de la niña que se creía distinta le preguntó como ella sabía todo eso, y la niña le respondió que ya tenía diez y a los diez todos los niños tienen Facebook y ahí se ponen fotos, o videos y otros idiotas dicen me gusta y ponen un dedo para arriba, pero ella sabía que los matones le ponían me gusta a las fotos tirándole piedras a su hermano. También sabía que su hermano no quería ir al campamento del colegio porque no la iba a pasar bien, y que además si se hacía pichí en la cama los matones le iban a hacer más burla y lo iban a poner en Facebook para que otros estúpidos pusieran me gusta. Y ellos no tenían balcón, pero su hermano podría encontrar algún otro balcón de donde tirarse si publicaban que se hacía pichí en la cama y los demás ponían me gusta. Y la niña dijo que ella lo había defendido algunas veces, pero no quería seguir haciéndolo porque si no los matones le iban a decir que era un mariquita y que lo tenían que defender las mujeres. La niña se quedó sin aire y el padre la abrazó.
Dos días después el padre convocó a una reunión con la dirección del colegio y con los padres de todos los alumnos. Todos se mostraron escandalizados por las barbaridades que habían publicado en las redes sociales, y la página fue borrada de inmediato.
De los dos autores, uno era el ideólogo, y el otro era un muchacho muy tímido pero que tenía extraordinarias habilidades con las tecnologías nuevas, que fue el autor físico. Pero los padres del autor ideológico no quisieron aceptar la responsabilidad, ya que no era el hijo de ellos el que había creado la página. Los dos padres del autor ideológico eran abogados, y no querían asumir el hecho de que su hijo había sido no solo el ideólogo, sino también el instigador del acoso. Finalmente, el padre de la niña que se creía diferente, les dijo a los padres abogados del niño que había sugerido los acosos al hermano de la niña, que en lugar de pensar como abogados pensaran como padres, y que imaginaran como se hubiese sentido su hijo si el acosado hubiese sido él.
El colegio tomó una resolución salomónica, y suspendió temporariamente a los dos autores por una semana, y después se reintegrarían a prueba durante el resto del año. Si por alguna razón hubiese una sola queja sobre ellos, ya fuera social o académica no podrían matricularse el año próximo.
El padre de la niña que se creía diferente, llegó a la casa contento con el resultado de la reunión, pero en el fondo se sintió absolutamente conmovido por el mundo que les estaba tocando vivir a sus hijos. Llamó a su hijo lo abrazó y le pidió perdón por lo que había pasado. Después fue a su estudio, cerró la puerta con llave, recordó de su propio pasado de acosador y lloró, lloró, lloró.
jueves, 15 de noviembre de 2012
Balcones
Balcones
Nunca supe por qué los balcones ejercían esa especie de fascinación sobre mi.
Me encantaba caminar por las calles de Montevideo mirando balcones, y buscando alguno que no conociera. Eran balcones de otras épocas, unos redondeados y de piedra, otros de hierro forjado, algunos con aplicaciones de bronce, otros con arabescos. Símbolos de otros días en que había más espacio y el buen gusto le ganaba a economizar metros. Hoy los balcones son cuadrados o rectángulos sin ninguna personalidad.
El balcón que recuerdo más era uno enorme sobre la calle Agraciada, cuando mis padres se mudaron por primera vez. Papá me levantaba, giraba y me hacía un avioncito. A mamá le daba miedo que jugara a eso en un balcón del piso 13.
Fue en uno de esos balcones donde pasó el primer incidente.
Yo era una niña y vivía en un apartamento sobre una avenida importante, donde había mucho tránsito. Pasaban omnibuses, camiones, autos y taxis y siempre había ruido y bocinas.
Había ido hasta el kiosco que había enfrente para comprar una cartulina negra que me habían pedido en el colegio, y cuando volví la vi. Era Adriana. Tenía 15 años y dos hermanas. Sus padres estaban separados y la madre había viajado a Buenos Aires. Ese sábado maldito Adriana se había subido al espléndido balcón de nuestro edificio y había saltado. Yo la vi en el suelo, con un charco oscuro alrededor, y el portero del edificio me hizo entrar por la puerta principal para evitar que siguiera mirando aquella mariposa con las alas quemadas. Adriana se había disfrazado de mariposa para un festival del liceo, y capaz que había intentado volar. Más tarde me asomé y vi al portero persiguiendo la sangre seca del piso con la manguera.
Años más tarde me mudé y por un tiempo me olvidé del tema.
Cuando tenía diecisiete años me mudé a otro barrio tan ruidoso como el anterior. Cuando visité el apartamento por primera vez antes de que mis padres lo compraran, lo primero que hice fue salir al balcón. Era precioso. No muy grande pero el hierro forjado con los detalles en bronce le daban un aire majestuoso, como decían en aquel entonces. Precioso edificio. Precioso balcón.
Nunca conocí a nadie de ese edificio, ya que era un apartamento por piso y mis horarios nunca coincidieron con los de los otros vecinos, salvo la señora de los gatos. Ella vivía en el piso dieciséis, y yo veía sus gatos cada vez que me asomaba. Debía tener más de quince. Un buen día, una de las gatas más viejas tratando de atrapar una paloma que se había apoyado en el marco de la ventana, saltó al vacío. Milagrosamente no se hizo nada importante. Estuvo desaparecida unos días, supongo que del susto que tendría, y la encontraron maltrecha pero viva. El único daño permanente que sufrió fue que quedó medio descalabrada, pero aún así vivió muchos años más y seguía intentando cazar palomas. Toda una sobreviviente.
El tiempo pasó y me casé.
Mientras los niños fueron chicos vivimos en casa. No se si fue un deseo oculto, pero creo que no quise arriesgarme a nada. Cuando entraron a la Universidad, por comodidad volvimos a vivir en apartamento. Esta vez no muy alto, pero era un pent house con terrible terraza de barandas metálicas blancas. Nunca tuve demasiada pasión por las plantas, pero había algunas macetas que el dueño anterior había dejado, y ahí habían quedado. En una de ellas que estaba sobre el pretil con el vecino hizo nido una paloma torcaza. No sé cuantos pichones tenía en total, pero con la última tormenta de agosto, cayó la maceta al piso y yo poco pude hacer. A la mañana encontré dos pajaritos aún emplumando en el piso, oscuros y fríos como la muerte. Me dio lástima la pobre torcaza pero no la pude encontrar.
Quedé viuda justo a tiempo, para no tener la urgencia de tirarme o tirar a alguien del balcón. Las personas nos ponemos grandes y nuestra tolerancia se esfuma, así que a veces le tenía muy escasa paciencia al difunto. Se había vuelto cascarrabias y solo abría la boca para decir que le dolía algo. Solo quejas. Unicamente quejas.
Hoy estoy muy mayor y me cansan las personas tontas. Me cansa casi todo el mundo que abre la boca para decir estupideces. Todos los viejos hablan pavadas. Mi vecina del sexto piso viene a visitarme muy seguido. Le gusta mi balcón y mis plantas, y se apoltrona por horas para hablar de enfermedades, de gente que se murió, de prótesis y de gases y divertículos. Hasta dejé de escuchar la radio, porque los viejos se creen impunes para decir pavadas. Creo que les debe gustar escucharse. Ahora me acuerdo de aquel viejo charlatán que mi abuelo escuchaba todos los mediodías. Mi abuela no lo soportaba, pero mi abuelo decía que era un charlatán pero que lo divertía mucho. Ahora está el tema de la porquería de twitter. Todos escriben estupideces, y se juntan otros estúpidos como seguidores. Todos necesitan su cuota de fama, o de que alguien los conozca o los reconozca o simplemente los escuche. Y yo ya no quiero escuchar a nadie.
Muchas veces no soporto el tono de voz de mi vecina. Otras, cuando la veo apoltronada en mi balcón hablando cosas que no le importan a nadie, me vienen a la mente cosas raras y sacudo la cabeza ahuyentándolas. Pero siempre vuelven, igual que mi vecina.
El aljibe
El aljibe
Aún hoy me veo jugando rayuela sobre aquel tablero de ajedrez que era el inmenso patio de la casa de La Aguada. Era lo único que se podía hacer en la casa de abuelita. Cuando observo los cuadros de Medina, con los zaguanes y las puertas con visillos de voile blanco labrado y la luz entrando por las banderolas, me veo con zapatitos de charol y medias blancas con puntillas saltando sobre las baldosas blancas y negras.
La abuelita era una mujer baja y flaca, siempre vestida de negro, con el pelo blanco enrollado en un rodete apretado sobre la nuca, unos ojitos oscuros detrás de lentes diminutos que cabalgaban sobre la filosa nariz, y siempre con un delantal con peto. Las manos muy huesudas bajaban el balde con la roldana en el famoso manantial.
También había un aljibe, y para mi los dos eran exactamente iguales, dos torres redondas de donde se sacaba agua. Para abuelita decir eso era una blasfemia.
El agua del manantial se podía usar para tomar, en cambio la del aljibe solo se usaba para lavar aquellos interminables patios. Además el aljibe tenía ruidos. La única vez que le dije a papá que sentía voces en el aljibe, me miró raro, y por casi un año no volví a la casa de la abuelita. Nunca vi una mascota en aquella casa, aunque a veces casi podría jurar que sentía maullidos lastimeros. No le dije nada a papá.
La casa de la Aguada era una especie de zaguán largo y ancho que llegaba hasta el fondo, donde estaban la cocina, el estar, y dos baños, uno grande con bañera de cuatro patas, el otro casi una letrina. Una escalera daba a un altillo enorme. A ambos costados del zaguán salían varios dormitorios ciegos, y dos patios descubiertos. También había un sótano lleno de cosas viejas. Siempre me aburría y las veces que mi curiosidad había invadido los cajones de las cómodas y mesitas de luz de la casa, la abuelita con cara muy dura decía “niña pícara y bandida”. Papá insistía en llevarnos todos los domingos, y yo insistía en revolver cajones. No había abuelo en aquella casa.
Era una casa con secretos . Cada vez que pasaba cerca del aljibe había ojos que estaban al acecho. Levantaba la vista porque siempre me sentía observada. A veces no veía a nadie, otras veces eran los ojos miopes de mis tías tras los lentes, otras solo la sensación de acecho.
También me veo sobre un carro con caballo, lleno de verduras, el del verdulero que pasaba todos los días, como si fuese la reina del carnaval de las lechugas. En nochebuena, en uno de los cuartos ciegos, siempre el mismo, mis tías armaban un pesebre gigantesco. También el tema de la religión era recurrente, y vivían rezando el rosario. No había primos, y cuando llegaron era demasiado tarde. Un abismo de distancia. Pero el aljibe seguí gritando y yo me hacía la sorda.
Los primos empezaron a crecer. Yo no les tenía mucha paciencia, porque eran chicos, molestos y me hacían cuidarlos. El varón era muy miedoso, así que me vengaba como podía y los tenía asustados de que si se portaban mal, el viejo que vivía en el aljibe y que siempre gritaba se los iba a llevar.
La vida transcurría placentera. Yo iba a la escuela, y ya estaba en sexto y mis primos imberbes tenían cuatro y seis años. A veces con un poco de suerte, papá me llevaba a la Estación Central, viajábamos en tren, y compraba maníes calentitos. Yo adoraba ese olor. Hoy los hago en el microondas, y no queda el mismo aroma, pero ya nada es lo mismo.
Una de las últimas veces que fui a la casa de La Aguada, solo por aburrimiento, ya que los contenidos de los cajones de todas las mesas de luz, y de todas las cómodas habían sido cuidadosamente revisados, les propuse a los niños chicos ir al sótano. Esa tarde no había nadie en la casa, porque la abuelita y las tías habían ido a rezar el Rosario a la parroquia, y papá estaba hablando en el patio del manantial con un tío viejo, hermano de la abuelita que debía de tener como cien años. Yo no me acercaba a ese viejo. La única vez que me acerqué, me había llamado para ofrecerme un caramelo, pero me tocó las piernas y la bombacha. No le dije nada a papá. Se hablaba poco en esa casa.
Uno de mis primos, le había contado a su madre de mis amenazas sobre el viejo que vivía en el aljibe y me habían llamado para preguntarme que cosas les estaba metiendo en la cabeza a los niños, y papá me había suspendido la mesada en castigo, así que cuando entramos al sótano yo estaba muy enojada. No sabía cual de mis dos primos chicos había sido el buchón, pero yo sospechaba que había sido el varón que era una marica miedosa y llorona. La niña era más chica y muy quejosa, pero no era ni miedosa ni llorona.
El sótano estaba en una semi penumbra. Nos pusimos a revisar todo lo que encontramos. Había cajas viejas llenas de polvo con montones de fotos en blanco y negro, muchas de niñitos desnudos con el culito al aire sobre almohadones oscuros. Se hablaba poco en aquella casa.
Las tías cosían y bordaban y la abuelita cocinaba comida gallega que a mi no me gustaba, pero se hablaba poco o nada, y toda aquella gente se miraba de reojo. Cuando estábamos en lo que supongo sería la pared lindera al aljibe, un olor raro invadió la habitación y empezaron las voces, los gritos y los maullidos. Mi primo el marica empezó a gritar que yo estaba haciendo todo aquello para asustarlo, y la nena chica se me pegó a la pierna derecha y me agarró la mano.
Yo no dije nada. Sentía el olor a podrido y los gritos y los maullidos y el llanto de un niño, pero ahí no había nadie. Estaba aterrada tratando de que el mocoso dejara de llorar mientras que la otra me apretaba la pierna y no me dejaba casi caminar.
Les hice señas de que se callaran y empecé a caminar hacia la salida. Cuando estaba casi trepando la escalera se nos cayó encima una caja, y se desparramó todo lo que había. Como pude empecé a colocar todo en su lugar, cuando un recorte de diario con la foto del aljibe de la casa de La Aguada llamó mi atención. Tomé el recorte muy viejo escrito en un color sepia, el aljibe era el mismo. Arriba de todo decía “Tragedia familiar en La Aguada. Niño se ahoga tratando de rescatar un gatito que había encontrado en la calle, al ver a su madre arrojarlo al aljibe”. Dejé el recorte dentro de la caja, y sosteniendo a mis dos primos salimos del sótano.
No le hablé a papá del recorte de diario. Se hablaba poco en esa casa.
Después de eso volví una o dos veces más, pero empecé a mirar a la abuelita con miedo, y tampoco quería que se me acercara el viejo que ofrecía caramelos. Nada era lo que parecía.
Hoy ni papá, ni la Estación Central ni mi primo el llorón están más. Las tías estaban recluídas en una casa de salud, y me enteré que hace poco una de ellas falleció con 95 años. La otra padece un alzheimer galopante, pero las enfermeras cuentan que cada tanto grita desesperada, —Mamá andá a buscar de vuelta a mi hermanito y al gato, que los siento llorar.
miércoles, 25 de abril de 2012
Crónicas reales
Crónicas reales – El Rey, los infantes y el elefante
Como tantas otras coronas europeas, la familia Borbón quedó exiliada en Portugal luego del triunfo de la república en 1931. El golpe de estado del Generalísimo Franco en 1936 fue un antes y un después para España que iniciaría su terrible guerra civil, durante la cual murió el famoso poeta Federico García Lorca, aunque no por sus ideas políticas, sino por razones que a la España pro nazi de Franco le resultaban inaceptables.
El futuro del rey Juan Carlos, fue definido en un yate el 25 de agosto de 1948. El príncipe tenía apenas 10 años. Su padre, Juan de Borbón, el heredero de la corona, en el exilio desde 1931, estaba empecinado en regresar al país y recuperar el trono. En ese momento la familia real vivía en Portugal. Tuvo que negociar con el general Franco, quien no tenía un hijo varón a quien heredarle el poder. Por eso, en aquel encuentro entre los dos hombres, el dictador puso su condición: o Juan de Borbón mandaba al príncipe a estudiar a España, o se tendría que ver en la necesidad de asignar el poder a otra familia real. Juan de Borbón entregó a su hijo.
Así comenzó el estrecho vínculo entre Franco y el príncipe Juan Carlos. El primero veló por su educación militar y tuvo con él una cercanía parecida a la de un padre. El segundo se mantuvo fiel al régimen militar hasta la muerte del dictador.
Juan de Borbón veía diluirse su oportunidad de regresar algún día a ocupar el trono que por sangre le correspondía. Se rumoraba que planeaba desheredar a su hijo mayor, hubo también quien fue más allá y pensó, como Amadeo Martínez Inglés –ex militar español y escritor–, que este hecho influyó en la muerte del príncipe Alfonso, de apenas 14 años, quien recibió un balazo en la cabeza, catalogado como “accidental”, disparado por su hermano, el príncipe Juan Carlos, con una pistola regalo del Gral. Franco. El principe Juan Carlos tenía 18 años y hacía un año que había ingresado a la escuela militar, por lo que el uso de las armas debía de serle familiar. Hasta el día de hoy, el rey nunca se ha pronunciado en público por este hecho. Este fatalidad podría catalogarse de infanticidio. Joder.
Juan Carlos Alfonso Víctor María de Borbón y Borbón-Dos Sicilias, príncipe de España y Sofía Margarita Victoria Federica, princesa de Grecia y Dinamarca, se casaron el 14 de mayo de 1962 en Atenas. Hubo tres ceremonias: un casamiento civil, uno por la Iglesia Católica y otro por la Ortodoxa Griega. De esa unión nacieron tres hijos, las infantas Elena y Cristina, y Felipe, príncipe de Asturias.
Los años pasaron, Franco murió, y a su muerte, Juan Carlos Alfonso Víctor María de Borbón y Borbón-Dos Sicilias fue nombrado, Juan Carlos I rey de España.
El rey Juan Carlos I marca un antes y un después en la historia española. Cuando le fue heredado el poder, la expectativa sobre su actuar recaía en que ejercería las políticas franquistas. Pero no. Una vez en el trono dio un golpe de timón hacia la democracia. Redujo sus propios poderes y legalizó a los partidos políticos. Disolvió a las Cortes españolas y llamó a un referendo nacional para integrar la nueva Constitución.
Después del nefasto Generalísimo, y de la llegada de la democracia, se vino lo que en aquella época se llamó el destape español. Dicen las malas lenguas que con ese destape, también se destapó la vida sexual del monarca. Antes los trapitos sucios de las monarquías se lavaban en casa, pero con el devenir de los tiempos, el Internet, facebook y twitter, nadie puede ni siquiera tirarse una cana al aire, sin que se entere el resto del mundo. Joder.
De los tres hijos del rey, la poco agraciada infanta Elena, se casó con el igualmente poco agraciado Duque de Lugo, Don Jaime de Marichalar, de quien se divorció quince años después. De ese matrimonio nacieron dos hijos. El primogénito, Felipe Juan Froilán, se dispararía una escopeta de perdigones en un pie, mientras practicaba tiro al blanco en casa de su padre, justo cuando su real abuelo jugaba a los safari en Botswana y se caía de la cama fracturándose la cadera. Joder.
La infanta Cristina se casaría también con el ex jugador de pelota vasca Iñaki Urdangarín , quien actualmente estaría siendo investigado por posible uso de los dineros públicos y tráfico de influencias. Ella se ha declarado argentina en todo este asunto, pero le están investigando dos de sus cuentas bancarias, las que tendrían ingresados dinerillos non sanctos. Joder.
Nunca le tuve ni afecto ni animosidad al rey Juan Carlos, pero si me complació mucho aquel episodio jocoso, cuando cansado de ver que el obtuso bolivariano interrumpía sistemáticamente a Zapatero en su discurso en uno de esas cumbres iberoamericanas, el rey le espetó muy suelto de cuerpo, por que no te callas. Exquisito. Supongo que su estatura real, lo privó de decirle el mentado gilipollas. Pero lo mandó a callar. Joder.
Ahora su mea culpa a causa del escandalete de su excursión a Botswana, su operación de cadera, la sociedad ambientalista que preside desde 1968 lo sacará del cargo de presidente honorario por razones obvias, se suma la tercera en discordia que lo acompañaba en la cacería, la princesa plebeya Corinna zu Sayn-Wittgenstein, 28 años menor que Juan Tenorio.
Según la periodista catalana Pilar Eyre, autora del libro La soledad de la Reina, doña Sofía no comparte el lecho matrimonial con el rey desde el año 1976, fecha en que lo encontró con las manos en la masa, o mejor dicho en otra damisela. . Doña Sofía tiene su suite privada en el primer piso del palacio real y Don Juan en el segundo.
"Lo siento mucho, me he equivocado. No volverá a ocurrir", dijo Juan Carlos tras ser dado de alta de un hospital de Madrid.
Lo que no tenemos muy en claro si lo que no volverá a ocurrir serán las cacerías o las infidelidades, pero el rey ya tiene 74 años. Y con los tornillos en su cadera no cree esta cronista que el monarca esté en condiciones ni de dar el salto del tigre, ni tampoco del ropero.
Y ahora aquí , con el pasaporte rojo de la Unión Europea en las manos, pienso en las estúpidas corridas de toros, las encerronas de San Fermín, las tomatadas, los naranjazos, y todos esos festejos estúpidos, y en esta triste monarquía española, y me digo joder, tantos años de historia y no han aprendido nada.
lunes, 21 de noviembre de 2011
Cosas de niños
—Todos los viejos tienen las manos parecidas, dijo Elena.
Yo la miré y no entendí a que se refería.
Ella agregó, —Si, no te fijaste, todos los viejos tienen las manos huesudas y con manchas marrones. Siempre que veo viejos les miro las manos para poder recordar a mi abuela cuando me acariciaba el pelo. Extraño eso. Algunas veces tengo ganas de pedirle a alguna vieja que me acaricie el pelo, pero va a pensar que estoy loca.
Cuando Elena se fue, todo un torbellino de recuerdos me golpeó como si hubiera chocado contra un muro. El abuelo Alejandro tenía las manos huesudas y con dedos largos. En aquella época, cuando me hacía las trenzas, o las colas de caballo prolijísimias, sin ningún pelito fuera de lugar, nunca temblaban. Empezaron a temblar después, cuando aquel maldito Parkinson hacía que cuando sostenía el diario le bailotearan las letras de lo que leía.
Tenía una práctica enorme para peinarme aquellos pelos largos hasta la cintura, sin jamás tirarme, y creo que todavía no habían inventado la crema de enjuague. Super prolijo para revisarnos las manos, las orejas y detrás de las orejas. Pasaba revista de si nos habíamos bañado, y cepillado los dientes. También era muy severo con los uniformes, con los zapatos lustrados y con los cuellos y puños de las camisas bien blancos. Las manos del abuelo eran las primeras que veía en la mañana al levantarme, y las últimas al arroparme para dormir.
Las manos también pellizcaban bajo la mesa cuando nos reíamos en en el almuerzo o cuando demorábamos horas con la sopa. Ya me parecía a Mafalda en aquella época. Detestaba la sopa y la podía tener servida horas. La miraba como si mirándola se fuera a terminar sin haberla probado. No había caso. La que odiaba más era la de verduras, con todas aquellas cosas flotando. Yo empezaba a poner trozitos de puerro, apio, zapallo y lo que tuviera aquella nefasta sopa en los bordes del plato hondo, y trataba de cargar en la cuchara solamente aquel líquido turbio e intomable. Por suerte, una de mis hermanas era como Pocha Morfoni, y cuando el abuelo estaba distraído se comía todo lo que yo dejaba. Cuando el abuelo estaba atento, volvía al plato todas aquellas verduras que yo muy metódicamente acomodaba en los bordes. Creo que el abuelo se hacía el distraído. El sabía que yo nunca me podría haber comido aquellas verduritas en un abrir y cerrar de ojos, se hacía el distraído y debía reirse por las trampitas de las nietas. La abuela decía, ojalá que cuando tengas hijos te salgan tan macacos como vos, así vas a ver que trabajo que dan los niños cuando no quieren comer. Todo transitaba sobre ruedas hasta el momento en que el abuelo se enfermó.
La abuela dejó de venir porque se quedaba en su casa a atender al abuelo, y nosotros íbamos los sábados a almorzar. Nos obligaban a dormir la siesta, y yo siempre me escapaba. Nunca pude dormir la siesta, y menos escuchar los ronquidos del abuelo.
Mi pelo empezó a ser el tema recurrente de conversación de mi madre quien no había heredado el don de la paciencia que tenía el abuelo, y día tras día rezongaba con que el pelo se enredaba, que el pelo estaba muy largo, que ella no tenía tiempo de sentarse a hacerme las trenzas, que nunca quedaba prolija, y toda una sarta de idioteces. Tenía una distinta para cada día, aunque a veces repetía la canterola de la semana anterior. Y como tanta letanía tenía algún motivo, un día me llevó a la peluquería para solucionar el problema de raíz.
Con el correr de los días mi rabia se fue disipando, y cuando ya estaba casi resignada a mi nueva imagen, apareció en el barrio la gordita antipática que era prima de una de mis amigas, y tenía un pelo largo que le llegaba más allá de la cintura.
La gordita siempre había sido muy envidiosa, pero aquel día estaba haciendo el papel del hada malvada solo porque mi pelo rubio era más largo y más lindo que el de ella, así que solo por hacer daño me dijo –Así que te cortaron el pelo. Acusé el golpe pero no dije nada. Más tarde, ya de noche estábamos haciendo una fogata, y empecé a quemar un pedazo de madera. No creo que en ese momento tuviera alguna mala idea en mente, pero la estúpida vaca gorda volvió a hacer otro comentario acerca de mi corte de pelo. Cuando vi que la punta de mi madera estaba al rojo vivo, la saqué y descuidadamente la apoyé en el hombro de la gordita, como quien marca ganado. Los gritos por la brasa que había saltado y le había quemado el hombro fueron terribles. Nunca supo que había sido yo, pero tampoco nunca más volvió a molestarme.
Con el tiempo mi pelo fue acariciado por otras manos, por las manos de otros hombres, que se metían en la melena y la tiraban hacia atrás como hacía el abuelo, o simplemente se acurrucaban en la nuca, o acariciaban el cabello detrás de las orejas, y yo me dejaba acariciar como una gata mimosa.
Hoy cuando Elena hizo el comentario de las manos de los viejos, creo que por primera vez me di cuenta que la rabia inmensa y la agresión a la gorda no habían sido por el corte de pelo. Era algo mucho más íntimo e intenso. Era saber que las manos huesudas y de dedos largos del abuelo Alejandro ya no volverían a tocarme.
Yo la miré y no entendí a que se refería.
Ella agregó, —Si, no te fijaste, todos los viejos tienen las manos huesudas y con manchas marrones. Siempre que veo viejos les miro las manos para poder recordar a mi abuela cuando me acariciaba el pelo. Extraño eso. Algunas veces tengo ganas de pedirle a alguna vieja que me acaricie el pelo, pero va a pensar que estoy loca.
Cuando Elena se fue, todo un torbellino de recuerdos me golpeó como si hubiera chocado contra un muro. El abuelo Alejandro tenía las manos huesudas y con dedos largos. En aquella época, cuando me hacía las trenzas, o las colas de caballo prolijísimias, sin ningún pelito fuera de lugar, nunca temblaban. Empezaron a temblar después, cuando aquel maldito Parkinson hacía que cuando sostenía el diario le bailotearan las letras de lo que leía.
Tenía una práctica enorme para peinarme aquellos pelos largos hasta la cintura, sin jamás tirarme, y creo que todavía no habían inventado la crema de enjuague. Super prolijo para revisarnos las manos, las orejas y detrás de las orejas. Pasaba revista de si nos habíamos bañado, y cepillado los dientes. También era muy severo con los uniformes, con los zapatos lustrados y con los cuellos y puños de las camisas bien blancos. Las manos del abuelo eran las primeras que veía en la mañana al levantarme, y las últimas al arroparme para dormir.
Las manos también pellizcaban bajo la mesa cuando nos reíamos en en el almuerzo o cuando demorábamos horas con la sopa. Ya me parecía a Mafalda en aquella época. Detestaba la sopa y la podía tener servida horas. La miraba como si mirándola se fuera a terminar sin haberla probado. No había caso. La que odiaba más era la de verduras, con todas aquellas cosas flotando. Yo empezaba a poner trozitos de puerro, apio, zapallo y lo que tuviera aquella nefasta sopa en los bordes del plato hondo, y trataba de cargar en la cuchara solamente aquel líquido turbio e intomable. Por suerte, una de mis hermanas era como Pocha Morfoni, y cuando el abuelo estaba distraído se comía todo lo que yo dejaba. Cuando el abuelo estaba atento, volvía al plato todas aquellas verduras que yo muy metódicamente acomodaba en los bordes. Creo que el abuelo se hacía el distraído. El sabía que yo nunca me podría haber comido aquellas verduritas en un abrir y cerrar de ojos, se hacía el distraído y debía reirse por las trampitas de las nietas. La abuela decía, ojalá que cuando tengas hijos te salgan tan macacos como vos, así vas a ver que trabajo que dan los niños cuando no quieren comer. Todo transitaba sobre ruedas hasta el momento en que el abuelo se enfermó.
La abuela dejó de venir porque se quedaba en su casa a atender al abuelo, y nosotros íbamos los sábados a almorzar. Nos obligaban a dormir la siesta, y yo siempre me escapaba. Nunca pude dormir la siesta, y menos escuchar los ronquidos del abuelo.
Mi pelo empezó a ser el tema recurrente de conversación de mi madre quien no había heredado el don de la paciencia que tenía el abuelo, y día tras día rezongaba con que el pelo se enredaba, que el pelo estaba muy largo, que ella no tenía tiempo de sentarse a hacerme las trenzas, que nunca quedaba prolija, y toda una sarta de idioteces. Tenía una distinta para cada día, aunque a veces repetía la canterola de la semana anterior. Y como tanta letanía tenía algún motivo, un día me llevó a la peluquería para solucionar el problema de raíz.
Con el correr de los días mi rabia se fue disipando, y cuando ya estaba casi resignada a mi nueva imagen, apareció en el barrio la gordita antipática que era prima de una de mis amigas, y tenía un pelo largo que le llegaba más allá de la cintura.
La gordita siempre había sido muy envidiosa, pero aquel día estaba haciendo el papel del hada malvada solo porque mi pelo rubio era más largo y más lindo que el de ella, así que solo por hacer daño me dijo –Así que te cortaron el pelo. Acusé el golpe pero no dije nada. Más tarde, ya de noche estábamos haciendo una fogata, y empecé a quemar un pedazo de madera. No creo que en ese momento tuviera alguna mala idea en mente, pero la estúpida vaca gorda volvió a hacer otro comentario acerca de mi corte de pelo. Cuando vi que la punta de mi madera estaba al rojo vivo, la saqué y descuidadamente la apoyé en el hombro de la gordita, como quien marca ganado. Los gritos por la brasa que había saltado y le había quemado el hombro fueron terribles. Nunca supo que había sido yo, pero tampoco nunca más volvió a molestarme.
Con el tiempo mi pelo fue acariciado por otras manos, por las manos de otros hombres, que se metían en la melena y la tiraban hacia atrás como hacía el abuelo, o simplemente se acurrucaban en la nuca, o acariciaban el cabello detrás de las orejas, y yo me dejaba acariciar como una gata mimosa.
Hoy cuando Elena hizo el comentario de las manos de los viejos, creo que por primera vez me di cuenta que la rabia inmensa y la agresión a la gorda no habían sido por el corte de pelo. Era algo mucho más íntimo e intenso. Era saber que las manos huesudas y de dedos largos del abuelo Alejandro ya no volverían a tocarme.
sábado, 6 de agosto de 2011
Gestos corporales
Sin querer me acordé de Sabina, porque el portazo de Adriana sonó como un signo de interrogación. Marta levantó la vista del papel que estaba leyendo y miró la puerta. Después me miró a mi y muy teatralmente como le gusta a ella, arqueó un ceja en señal de pregunta. Solo una. No se si era su don natural poder arquear una sola ceja, o si lo había estado ensayando durante años, cuando le había dado por ingresar al teatro.Yo decidí no responder a las señas corporales, por perfectas que fueran. Si quería preguntar algo que lo hiciera. Ya me tenían medio hartas Adriana con los portazos y Martha con los arqueamientos de cejas. Ni que decir de mamá con sus razonamientos, que se parecían más bien a un tratado sobre la cría y apareamiento del ornitorrinco en cautiverio. Media hora más tarde volvió a entrar Adri como un perro miedoso, con la cola entre las patas. Vino directamente hacia mi, y me dijo:
—Vos debés haber disfrutado cuando el estúpido de Rodolfo dijo lo que dijo. Debe de haber sido una perla más para tu corona.
Yo me miré las uñas, y no quise contestarle, pero Martha, que siempre está metiendo cizaña, esta vez estaba de mi lado, y le dijo, —¿Y se puede saber que dijo el estúpido de Rodolfo?. Porque los que dicen las estupideces siempre son los demás, pero vos en vez de mandarlos a la mierda, siempre venís aquí a buscar culpables.
—No es así, dijo Adri. Rodolfo es un estúpido, pero esta, y me miró de reojo, le debe de haber dado motivos. Y después pone cara de santita.
.—¿Y?. El estúpido de Rodolfo hace un comentario desafortunado, y estúpido, porque no puede sustraerse a su esencia, y vos culpás a tu hermana?.
Adriana me miró con rabia, miró también a Martha, y le dijo —Vos siempre estás defendiendo lo indefendible. Mamá que estaba leyendo en el living, se acercó a nosotras y dijo, —Bueno Adrianita, no le vas a hacer caso de las gansadas que dice tu novio, si todos sabemos que es de medio pelo para abajo, un terraja total como dice tu hermano Germán. La cara de Adriana era un poema. Yo recién entonces salí de mi letargo, me paré y me dirigí a la cocina. Voy a hacerme un cafecito, dije, alguien quiere que le haga algo?.
Mamá dijo —Prepará té para todas.
Martha se sentó en el sofá del estar, abrió la cartera y sacó el paquete de cigarrillos. Mamá empezó con sus ufffffffffff, dejá esa porquería, nos vas a envenenar a todos. Martha se levantó, abrió la puerta de la terraza, y volvió a entrar. Prendió su cigarrillo y exhaló el humo muy despacito por la boca.
Yo miraba -como hago siempre con mi cara de ambiguedad- mientras ponía el agua a hervir, y abría la lata del café.
Preparé las tazas para el té, cargué la cafetera con agua.
Adriana se acercó despacio y cuando estaba muy cerca de mí, me dijo en voz baja:
—Vos lo debés de estar disfrutando.
Yo la miré desde algún lugar que no era aquella cocina, y le dije:
—Yo disfruto de otras cosas, no de estos puteríos de familia. Si no te bancás las estupideces que dice tu novio, dale una buena patada en el culo, o hacé como dice Sabina, abandonalo como se abandonan los zapatos viejos.
—Pero él dijo que..
—Y a quien carajo le importa lo que dice Rodolfo, solo a vos. Así que si no te podés fumar las estupideces que dice, mandalo a la mierda. Haceme caso. No es para vos.
—Ah, como si vos supieras que es lo mejor para mi. Siempre quisiste estar por arriba mío. Siempre la señorita era la más linda, la más lista, la más buena, la señorita perfecta.
—Mirá Adrianita, la que siempre fue amante de las tablas es Marthita, así que no me vengas a hacer escenas de la pobre cenicienta con sus hermanas malvadas.
—Y por qué me meten a mi en este entierro- dice Martha. Adriana no está del todo equivocada, vos qué sabés si ese estúpido no es para ella, justo vos, la preferida…
—A ver si se dejan de cotorrear las tres, tercia mamá. Aquí siempre fueron todas iguales…
Adriana empieza a aplaudir, —Gracias madre por tu discurso de las democracias, pero vos, y nadie mejor que vos sabe de los privilegios que tenía la señorita, hasta aquel penoso episodio del liceo… hasta eso le pasaron por alto.
—A ver si se dejan de decir estupideces, les digo a todas, no se si lo dice Sabina pero yo me hago cargo de todo lo que hice y dije en el pasado. Absolutamente de todo, hasta cuando tuve que acompañar a Adriana a… —Callate dice Martha, siempre la hiciste sufrir, y no te vengas a embanderar con la única vez que la acompañaste cuando… —¿Qué está pasando aquí? A donde te acompañó tu hermana Adriana?, pregunta mamá.Yo me doy cuenta que dije una estupidez, y le digo —Son cosas de nosotras mami. Cosas de hermanas. Nos salva el chillido de la caldera indicando que el agua estaba hirviendo.El té fue un intermedio.Pero algo más que la lata de café se había destapado.
Cuando estoy llevando las tazas a la pileta, Martha vuelve a encender un cigarrillo, mamá repite su perorata de que te estás matando y nos estás matando a todos, Adriana se me acerca y dice—Espero que no vuelvas a mencionar que me acompañaste a vos sabés donde, porque no lo podría soportar, hace años que quiero olvidarme de eso, y justo hoy lo traés… —Perdoname, cuando me siento perseguida, siempre tiro mierda. Pero no puedo soportar a esta altura del partido, cuando todas somos unas veteranas, que me vuelvan a decir que hace veintidós años tres minutos y cincuenta y seis segundos, le clavé una aguja a la desgraciada de Martha. Sí carajo, se la clavé, porque la muy atorranta me había leído la carta que le había escrito a Agustín, y después fue y la escribió en el pizarrón, y me hizo ganarme el odio de todos, incluso de Agustín, cuando en realidad, yo le escribí la carta en un momento de rabia, pero nunca se la iba a entregar entendés. Como cuando una habla sola, con el espejo, podés putear a voluntad, pero después la gente civilizada se queda en el molde. Pero ella hizo que me odiara medio colegio.
—¡Pero se la clavaste en una vena!!! —Sí, en aquella época todavía no sabía bien diferenciar venas de arterias. Mi idea original era otra. —Estás cada vez más loca, me dice. —Si estar cada vez más loca es haberme aguantado los celos de todas ustedes durante todos estos años, si estoy loca, pero no fui yo quien participó activamente de la caza de brujas que vos sabés como terminó.
—No quiero que toques ese tema. Ya sabés como nos afecta a mamá, y a nosotras…
—¿De que estás hablando?, dice mamá que su sordera es parecida a las lágrimas del cocodrilo.
—No hay peor sordo que el que no quiere oir, yo soy la mala de la película, pero para mí Uds. son las tres brujas de la historia, aunque después vengan y recen el rosario y treinta y cinco padrenuestros y veinte avemarías y sesenta y cuatro gloria a dios y también el kyrie eleison. Todavía me acuerdo de las clases de latín, lengua muerta, como esta maldita familia.
—No, nena, vos estás equivocada, o agrandando las cosas. Lo que pasó no fue culpa de nadie. Nosotras no provocamos que Carmen hiciera lo que hizo. Fue un accidente. —No nos podés culpar a nosotras, dice Martha aplastando el pucho de su cigarro en la planta de potus. Mamá la ve, saca el pucho de la maceta y lo tira en la bolsa de nylon donde guardan toda la basura. —Cada cual sabe lo que hizo. Yo no soy ninguna santa, pero todas saben que en la caza de brujas de Carmen, solo estuvieron ustedes tres, así que o terminamos esta conversación hoy y para siempre, incluyendo al estúpido de Rodolfo, o empezamos un nuevo juego de ajedrez. Yo elijo las negras.
—Vos debés haber disfrutado cuando el estúpido de Rodolfo dijo lo que dijo. Debe de haber sido una perla más para tu corona.
Yo me miré las uñas, y no quise contestarle, pero Martha, que siempre está metiendo cizaña, esta vez estaba de mi lado, y le dijo, —¿Y se puede saber que dijo el estúpido de Rodolfo?. Porque los que dicen las estupideces siempre son los demás, pero vos en vez de mandarlos a la mierda, siempre venís aquí a buscar culpables.
—No es así, dijo Adri. Rodolfo es un estúpido, pero esta, y me miró de reojo, le debe de haber dado motivos. Y después pone cara de santita.
.—¿Y?. El estúpido de Rodolfo hace un comentario desafortunado, y estúpido, porque no puede sustraerse a su esencia, y vos culpás a tu hermana?.
Adriana me miró con rabia, miró también a Martha, y le dijo —Vos siempre estás defendiendo lo indefendible. Mamá que estaba leyendo en el living, se acercó a nosotras y dijo, —Bueno Adrianita, no le vas a hacer caso de las gansadas que dice tu novio, si todos sabemos que es de medio pelo para abajo, un terraja total como dice tu hermano Germán. La cara de Adriana era un poema. Yo recién entonces salí de mi letargo, me paré y me dirigí a la cocina. Voy a hacerme un cafecito, dije, alguien quiere que le haga algo?.
Mamá dijo —Prepará té para todas.
Martha se sentó en el sofá del estar, abrió la cartera y sacó el paquete de cigarrillos. Mamá empezó con sus ufffffffffff, dejá esa porquería, nos vas a envenenar a todos. Martha se levantó, abrió la puerta de la terraza, y volvió a entrar. Prendió su cigarrillo y exhaló el humo muy despacito por la boca.
Yo miraba -como hago siempre con mi cara de ambiguedad- mientras ponía el agua a hervir, y abría la lata del café.
Preparé las tazas para el té, cargué la cafetera con agua.
Adriana se acercó despacio y cuando estaba muy cerca de mí, me dijo en voz baja:
—Vos lo debés de estar disfrutando.
Yo la miré desde algún lugar que no era aquella cocina, y le dije:
—Yo disfruto de otras cosas, no de estos puteríos de familia. Si no te bancás las estupideces que dice tu novio, dale una buena patada en el culo, o hacé como dice Sabina, abandonalo como se abandonan los zapatos viejos.
—Pero él dijo que..
—Y a quien carajo le importa lo que dice Rodolfo, solo a vos. Así que si no te podés fumar las estupideces que dice, mandalo a la mierda. Haceme caso. No es para vos.
—Ah, como si vos supieras que es lo mejor para mi. Siempre quisiste estar por arriba mío. Siempre la señorita era la más linda, la más lista, la más buena, la señorita perfecta.
—Mirá Adrianita, la que siempre fue amante de las tablas es Marthita, así que no me vengas a hacer escenas de la pobre cenicienta con sus hermanas malvadas.
—Y por qué me meten a mi en este entierro- dice Martha. Adriana no está del todo equivocada, vos qué sabés si ese estúpido no es para ella, justo vos, la preferida…
—A ver si se dejan de cotorrear las tres, tercia mamá. Aquí siempre fueron todas iguales…
Adriana empieza a aplaudir, —Gracias madre por tu discurso de las democracias, pero vos, y nadie mejor que vos sabe de los privilegios que tenía la señorita, hasta aquel penoso episodio del liceo… hasta eso le pasaron por alto.
—A ver si se dejan de decir estupideces, les digo a todas, no se si lo dice Sabina pero yo me hago cargo de todo lo que hice y dije en el pasado. Absolutamente de todo, hasta cuando tuve que acompañar a Adriana a… —Callate dice Martha, siempre la hiciste sufrir, y no te vengas a embanderar con la única vez que la acompañaste cuando… —¿Qué está pasando aquí? A donde te acompañó tu hermana Adriana?, pregunta mamá.Yo me doy cuenta que dije una estupidez, y le digo —Son cosas de nosotras mami. Cosas de hermanas. Nos salva el chillido de la caldera indicando que el agua estaba hirviendo.El té fue un intermedio.Pero algo más que la lata de café se había destapado.
Cuando estoy llevando las tazas a la pileta, Martha vuelve a encender un cigarrillo, mamá repite su perorata de que te estás matando y nos estás matando a todos, Adriana se me acerca y dice—Espero que no vuelvas a mencionar que me acompañaste a vos sabés donde, porque no lo podría soportar, hace años que quiero olvidarme de eso, y justo hoy lo traés… —Perdoname, cuando me siento perseguida, siempre tiro mierda. Pero no puedo soportar a esta altura del partido, cuando todas somos unas veteranas, que me vuelvan a decir que hace veintidós años tres minutos y cincuenta y seis segundos, le clavé una aguja a la desgraciada de Martha. Sí carajo, se la clavé, porque la muy atorranta me había leído la carta que le había escrito a Agustín, y después fue y la escribió en el pizarrón, y me hizo ganarme el odio de todos, incluso de Agustín, cuando en realidad, yo le escribí la carta en un momento de rabia, pero nunca se la iba a entregar entendés. Como cuando una habla sola, con el espejo, podés putear a voluntad, pero después la gente civilizada se queda en el molde. Pero ella hizo que me odiara medio colegio.
—¡Pero se la clavaste en una vena!!! —Sí, en aquella época todavía no sabía bien diferenciar venas de arterias. Mi idea original era otra. —Estás cada vez más loca, me dice. —Si estar cada vez más loca es haberme aguantado los celos de todas ustedes durante todos estos años, si estoy loca, pero no fui yo quien participó activamente de la caza de brujas que vos sabés como terminó.
—No quiero que toques ese tema. Ya sabés como nos afecta a mamá, y a nosotras…
—¿De que estás hablando?, dice mamá que su sordera es parecida a las lágrimas del cocodrilo.
—No hay peor sordo que el que no quiere oir, yo soy la mala de la película, pero para mí Uds. son las tres brujas de la historia, aunque después vengan y recen el rosario y treinta y cinco padrenuestros y veinte avemarías y sesenta y cuatro gloria a dios y también el kyrie eleison. Todavía me acuerdo de las clases de latín, lengua muerta, como esta maldita familia.
—No, nena, vos estás equivocada, o agrandando las cosas. Lo que pasó no fue culpa de nadie. Nosotras no provocamos que Carmen hiciera lo que hizo. Fue un accidente. —No nos podés culpar a nosotras, dice Martha aplastando el pucho de su cigarro en la planta de potus. Mamá la ve, saca el pucho de la maceta y lo tira en la bolsa de nylon donde guardan toda la basura. —Cada cual sabe lo que hizo. Yo no soy ninguna santa, pero todas saben que en la caza de brujas de Carmen, solo estuvieron ustedes tres, así que o terminamos esta conversación hoy y para siempre, incluyendo al estúpido de Rodolfo, o empezamos un nuevo juego de ajedrez. Yo elijo las negras.
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