lunes, 25 de noviembre de 2013
Cuentos para no dormir la siesta
Nunca me gustaron los cuentos de hadas. Ninguno. Así que mi infancia transcurrió sin todas esas fantasías del mal con final feliz, sin ogros, madrastras o patos feos. Nada de eso formó parte de mi mundo. Cuando llegué a la adolescencia, en mis estudios de literatura inglesa, tuve que leer varios títulos, entre ellos, El prisionero de Zenda, y El flautista de Hamelin. Este último me impresionó mucho. Era la avaricia llevada al extremo y castigada. Nada de finales felices.
Tal vez fue porque había leído el cuento la semana que visité a la abuela, aquel personaje oscuro y lejano con el que nunca había tenido mucho contacto. Cuando me dijo que tenía un secreto para contarme tuve un raro presentimiento.
La abuela vivía sola en aquel caserón enorme, con patios, sótanos y altillos, y cuando entraba me imaginaba estar entrando a alguna de esas casas embrujadas de las películas de terror. La abuela estaba sentada junto al aljibe, y me hizo una seña de que me acercara. Se levantó, bajó la roldana, y cuando subió el balde, en lugar del agua que yo esperaba encontrar, había por lo menos como cincuenta ratas o ratones y mineros, que se revolvían dentro del balde tratando de salir del encierro. La abuela volvió a bajar el balde con su carga, sonrió, con picardía y dijo:
-Son montones, capaz que miles los que viven en este aljibe. Yo hace años que los conozco, ya han pasado varias generaciones. Se reproducen muy rápido. Los alimento todos los días. Viste que preciosos son?
Yo no pude ni responderle. El asco me invadió y traté que no se notara. Miré sus manos huesudas, que me parecieron garras en ese momento, y me acordé de otro dibujo animado, el de la bruja Agatha y su nieta Alicia. La abuela era igual a Agatha, con sus ropas negras, manos como garras, mentón afilado y aquellos ojitos negros tras los cristales montados en su nariz puntiaguda. Cuando pude sobreponerme al asco, le pregunté con qué los alimentaba. Creo que la respuesta fue la gota que desbordó el vaso. Me dijo, mirándome fijamente a los ojos, como quien cuenta un secreto, que ponía trampas para palomas, pero a veces -casi siempre- caían gorriones, torcazas, benteveos, horneros y hasta ratoneras. Los dejaba morir en la trampa, y después los tiraba dentro del aljibe. También me dijo que el día que los alimentaba se sentía desde el borde del aljibe la excitación de los roedores. Mi nausea empezó a crecer de forma proporcional al asco y rabia que me daba que alimentara ratas con pájaros. Le dije que tenía que ir al baño. Imaginé aquellos pobres pájaros en la trampa, y a ella esperando y mirándolos aletear hasta su último aliento para tirarlos al aljibe.
Entré, cerré la puerta y vomité hasta las entrañas.
Demoré dos semanas en regresar a visitar a la abuela. No se si tenía algo en mente. Creo que no. Solo le pedí a Dios que no insistiera en mostrarme los ratones, pero ese día Dios no estaba escuchándome.
Miré a la abuela, e interiormente desee que nunca más tocara el tema, pero ella estaba convencida que yo adoraba su secreto del aljibe, así que me dijo, -Vení nena que quiero que veas algo. Con un gesto rápido tiró el balde dentro del aljibe.
Lo sentí tocar fondo. Se escuchó un revuelo tremendo, y ruidos cuando empezó a subir la roldana. Supe que no lo iba a soportar. Creo que fue en ese mismo instante que me acordé de otro cuento, no tan famoso, el de Hansel y Gretel, y cuando ví a Agatha mirar con amor hacía el fondo del aljibe, no tuve más remedio que empujarla.
No gritó. Capaz que esa era su intención, que yo terminara con su miserable vida criando ratones. O tal vez fuera mi destino el salvarla de su triste final.
Sentí el golpe al caer y pensé que los ratones iban a tener alimento por lo menos para dos semanas más.
Allá lejos y hace tiempo
Soy una persona grande. Sé que mi cabeza está bastante bien, aunque a veces me olvido que conté algo y lo vuelvo a contar y mis hijos se fastidian. La gente joven tiene poca paciencia con los viejos. Trato de mantener la mente ocupada o por lo menos lejos de los problemas. No miro más dramas por televisión. A veces sueño con mi padre que murió hace casi cincuenta años. Nunca sueño con mi madre. Ella también murió hace mucho, pero su alzheimer fue tan devastador que no quiero acordarme. Tuve muchos hijos. Hoy algunos están mejor que otros, unos son más débiles, otros más fuertes, pero todos buenas personas. Fue difícil criarlos en esa época. Cada día cuando uno no llegaba me ponía nerviosa. La época negra de este bendito país los agarró en distintas etapas de su vida. Unos en el liceo, otros en la universidad y los menores en el colegio. Siempre me preocuparon los grandes. Nunca sabía a qué hora llegaban, o si se quedaban a estudiar en el centro, donde siempre había alguna manifestación. Tenía terror cada vez que veía pasar aquellas chanchitas azules, que circulaban muy despacio. A los veinte años todos creemos que podemos salvar el mundo, pensamos que somos una suerte de Robinjud, hasta que un día te cae la ficha y te das cuenta que apenas podés salvarte vos. No fue el caso de los tupas. Nunca fueron robinjudes, aunque a alguno pueda haberles parecido. Tuve un yerno que estuvo adentro. Nunca quiso hablar del tema. Solo una vez que estaba muy tomado, se puso a llorar y dijo solamente algo como que todo había sido un caos, sin orden, sin organización, y que la ambición de poder hizo lo demás. Demasiados caciques. Todos querían ser los dueños del circo. Cero ideología, una revolucioncita copiada de los cubanos y un grupo de loquitos jugando a los reivindicadores. Todo un desatino que terminó injustamente con muchas vidas. Y después quisieron echarle el muerto de la derrota a otro. Cuando la lucha estaba perdida de antemano. Me acuerdo de esto porque me encanta leer, y cuando alguien escribe bien, es gratificante leerlo, así que supe del escándalo del momento, pedí que me compraran el diario, leí las cartas, y me vino una avalancha de recuerdos. En realidad si fue traidor o no a quien le importa. No a mi. Supongo que pudo haber tenido dos motivos para escribir cuarenta años después, uno es no caer en el olvido. Todos queremos que nos recuerden. Otro justificar que lo hizo por amor. Recuerdo ahora una película inglesa que se llamaba Por la patria. Qué cantidad de atrocidades se pueden cometer invocando el nombre de la patria. Ahora en esta habitación en que estoy desde hace más de dos años sin poder moverme si no me ayudan, recibiendo las pocas visitas de las personas que de a ratos o de a meses se acuerdan de que todavía estoy aquí, habiendo enterrado a mi hijo mayor de un maldito cáncer, me acuerdo de mi pequeña traición. Quedé viuda a los cincuenta y ocho. Mi marido sufrio un infarto delante mío y cuando vino la coronaria ya se había ido. Tenía solo sesenta y seis años pero había sido el hombre de mi vida, salvo por aquella única vez. El viajaba mucho, sobre todo al interior, aunque a veces también viajaba a San Pablo y a Buenos Aires. En esas ocasiones siempre lo acompañaba. Pero hubo una vez que tuvo que quedarse cinco días en Tacuarembó. No soy la heroína de Los puentes de Madisson, pero tuve una historia de tres días con Felipe, mi compañero de facultad de tantos años que había enviudado hacía dos. Nos encontramos en el centro, me invitó un café que duró cuatro horas. Nunca hubiese pensado que tratando de consolarlo terminaría en la cama con él tres días seguidos. Es gracioso los recuerdos que nos traen las cartas que leemos en los diarios. A mi jamás se me hubiera ocurrido contar mi affaire con Felipe, ni por no caer en el olvido ni por amor. Tan solo sucedió. No se lo dije a nadie. No estoy orgullosa de lo que pasó pero tampoco me arrepiento. Acostada en una habitación de una casa de salud, casi inmóvil lo único que a veces me quita el sueño, es pensar si mañana estaré viva. Ya cumplí los noventa y a veces tengo miedo de dormirme y no despertar. Ya no temo que me asalten en la calle porque hace años que no salgo. Tampoco me preocupo de pagar cuentas porque mis hijos lo hacen por mi. A veces pienso que quizás para ellos soy una vieja de mierda que no se muere nunca, pero en esas ocasiones sacudo fuerte la cabeza para olvidarme rápido como de esa época maldita que todos vivimos. Creo que como dice el refrán muerto el perro se acabó la rabia. Por eso cuando todos estos viejos rabiosos se mueran, los que persiguieron y los perseguidos estaremos en paz. ¿Estaremos?
Pandora
Me acaban de llamar del edificio del Cordón donde vive mi madre. Parece que se cayó. Parece que vino el SUAT o cualquiera sea la emergencia que tiene y se la llevó a la mutualista. Parece que está quebrada. Parece que se acordó que tiene una hija.
Cuando yo tendría alrededor de doce años, no podía soportar la extraña relación de mis padres. Siempre peleando. En realidad era mi madre la que peleaba. Tampoco peleaba. Tenía sus interminables monólogos. Sus letanías cotidianas.
Yo llegué bastante tarde al hogar, cuando casi no me esperaban. Tuvieron doce años de peleas, y en el año número trece, cuando nadie esperaba nada, caí yo como una paracaidista. Yo no pedí venir, pero evidentemente ellos me llamaron de donde quiera que yo me encontrara, y aterricé en aquel hogar de dos seres tan distintos como complejos.
Los primeros años no fueron tan malos. Había mamá, papá, abuelas y algún tío o primo no tan cercano, pero que daba un poco de respiro a ser hija única.
El calvario empezó después, cuando yo tendría ocho o nueve. Tal vez había empezado antes, pero yo estaba muy ocupada con crecer o jugar o ser feliz que no lo registré.
Un día cuando llegué del colegio mi madre estaba totalmente fuera de sí y hablaba sola, o le hablaba a un retrato de ella y mi padre en algún lugar del mundo.
Estúpida y cien veces estúpida por confiar en vos, pedazo de mierda, o vos te crees que soy estúpida. Ya se que tenés otra mina. Hace años que lo sé, pero igual pensé que algún día te ibas a dar cuenta.
Así siguió el monólogo como dos horas. Yo me quedé quietita en la cocina hasta que se calmó un poco, y ahí hice ruidos como que había llegado.
A partir de ahí todos los días o día por medio tenía aquella puesta en escena. Yo llegaba del colegio y mi madre puteaba a la foto de mi padre. Más o menos repetía el mismo repertorio, palabra más insulto menos o viceversa.
Esto más o menos duró cuatro o cinco años.
Una vez sola se lo comenté a mi padre, pero la respuesta que me dio me descolocó. Eso la hace feliz. Es su mundo. Ella no tiene otro mundo que yo, y entonces se le queja a mi foto. Si yo estuviera aquí y le contestara, empezarían las peleas y ella no podría enfrentar su frustración. Así es mejor para todos. Pero no te preocupes. Ella igual nos quiere mucho.
Nunca supe si mi madre sabía que yo estaba dos horas esperando que ella terminara su mónologo de insultos diarios, quietita en la cocina.
El tema fue que me sucedió lo que a cualquier otra mujercita en la adolescencia. Tuve mi primer período. No le dije nada a mi madre, pero ella de alguna forma se enteró. Entonces su monólogo iba dirigido a mi padre y a mi. A mi padre por haberla embarazado, y a mi porque algún desgraciado me iba a embarazar y que iba a ser de ella. Quien la iba a cuidar, y bla bla bla.
La perorata era diaria, y yo seguía esperando quietita en la cocina, hasta que el voltaje del monólogo bajase, y entonces hacía algún ruido anunciando mi presencia.
Hasta que un día cualquiera, capaz que porque mis hormonas estaban en su punto más alto, decidí hacer lo que en definitiva iba a modificar el destino de todos. Decidí seguir a papá.
Claro que papá tenía otra casa. Claro que tenía otra mujer que lo esperaba. Claro que tenía alguien más que lo besaba cuando llegaba.
Al día siguiente al volver del colegio no quise escuchar el monólogo. Me paré en el living y le dije a mamá que papá tenía otra mujer que vivía en una casita en Malvín, en la calle Orinoco. Le di la dirección completa.
Ahí fue el comienzo del fin. Mamá me echó de casa. Que yo era una mocosa atrevida, que era Pandora, que había abierto la puerta del mal para separarla de su marido, que yo era una celosa de porquería, que debía tener algún macho calentándome la cabeza, que los dos estaban tan bien antes de que yo llegara, que antes su marido era de ella sola y que no precisaba testigos que juzgaran su vida, y la lista siguió hasta límites imposibles de entender en una relación madre hija.
Afortunadamente mi abuela paterna me cobijó en su casa.
Estuve ahí doce años.
Después me fui a vivir sola. A papá lo seguí viendo. El estuvo siempre, me vió cada fin de clases desde que me fui de su casa hasta que me recibí. Estuvo conmigo cada Navidad y cada cumpleaños. Me llamaba por teléfono, y hasta me llegó a alquilar un apartamento cuando me fui de lo de la abuela, tras su muerte. En todos esos años, yo pensaba que iba a volver a mi casa, pero mamá nunca preguntó por mi.
Dos veces le pregunté a papá si mamá no hablaba de mi o si no le preguntaba. El no quería mentirme, pero tampoco quería decepcionarme. Bueno, vos sabés como es tu mami, pero ya se le va a pasar.
Nunca se le pasó. Pasaron dieciocho años y nunca más quiso saber de mi.
Qué sentí yo todos estos años, no sé. Un vacío. Supongo que como los perros que no tienen dueño y andan vagabundeando y acercándose a alguien en busca de un poco de calor. Ni siquiera puedo decir que la extrañé. Solo un lugar que debía estar ocupado y estaba desierto.
Hace un mes que murió papá. Yo fui a su velorio y entierro. Mamá no estaba. Y eso que papá siguió viviendo en el apartamento del Cordón hasta el final. Nunca se mudó a la casita de Malvín. Dieciocho años más vieja, la mujer de la calle Orinoco se presentó en el velorio. La reconocí.
Me acaban de llamar del edificio del Cordón donde vive mi madre. Parece que se cayó. Parece que vino el SUAT o cualquiera sea la emergencia que tiene y se la llevó a la mutualista. Parece que está quebrada. Parece que se acordó que tiene una hija.
Acoso
Acoso
La niña ya había visto a su hermano llegar llorando del colegio, no una vez sino varias veces. Era menor que ella, y no podía aguantarlo. Ella ya había pasado por eso antes, y pudo solucionarlo a su manera. La niña pensaba que ella era distinta, y no le importaba ser distinta, pero a todos aquellos vándalos como los llamaba el abuelo cuando molestaban a su hermano, no les gustaba que hubiese niños distintos. Siempre molestaban a los gordos, o a los que usaban lentes, o a los que no podían hacer deportes, o a los pecosos. El hermano de la niña no usaba lentes, era flaco, era bueno en los deportes y no tenía pecas. Era tímido, y solo cuando lo llamaban al frente o lo hacían parar para leer, tartamudeaba. Ese era el punto de apoyo de todos los matoncitos. Y de los demás, porque los espectadores eran tan culpables como el matón principal. La niña pensaba que su hermano sufría, pero no decía nada, y cuando su madre empezó a quejarse de que su hermano, con nueve años cumplidos, había empezado a orinarse en la cama, supo que ya había llegado al límite. El último día que la niña que se creía distinta vió a salir del colegio a su hermano con lágrimas en los ojos, y a los matones de turno correrlo a las pedradas, supo que tenía que hacer algo.
Ella era distinta porque en lugar de jugar a las barbies, o de hablar de idioteces, le gustaba espiar a la gente. A su madre, a sus abuelos, a su hermano, pero sobre todo a su padre. El padre de la niña que se creía distinta hablaba mucho con los clientes y ella había sentido varias veces usar la palabra bullying, y que su padre decía que tenían que denunciarlo, así que la niña esperó a su padre después que se fue el último cliente y le dijo que tenía que contarle una cosa. El padre de la niña que se creía distinta, la abrazó, la zarandeó un poco y le dijo que estaba muy ocupado. La niña le dijo que él siempre estaba ocupado, y que no podía ver, que su hijo, el hermano de la niña que se consideraba distinta estaba sufriendo de bullying o como quiera que se llamara, que en el colegio le pegaban y que había vuelto a orinarse como decía mamá porque no quería ir al colegio, y que si él, el padre de la niña que se creía distinta no hacía nada, su hermano iba a hacer igual que aquel otro niño, hijo de sus clientes y al que nadie escuchaba y se iba a terminar tirando por el balcón, o haciendo algo peor. La niña no sabía que podía ser peor, pero igual quería que su padre supiese que su hermano estaba pasando por eso tan horrible que sus clientes le iban a consultar. Recién en ese momento el padre de la niña se puso serio. Como pudo ser, como no me di cuenta, cómo nadie se dio cuenta, que barbaridad, dijo el padre de la niña y se agarró la cabeza con las dos manos.
La niña se sentó y le dijo a su padre que se fijara en una página de la porquería de Facebook, donde todos los matones del colegio hablaban de hacerle la vida imposible a su hermano, y que los matones eran dos, peros los demás eran todos tan matones como los matones, porque no decían nada, o apoyaban o se reían. El padre de la niña que se creía distinta le preguntó como ella sabía todo eso, y la niña le respondió que ya tenía diez y a los diez todos los niños tienen Facebook y ahí se ponen fotos, o videos y otros idiotas dicen me gusta y ponen un dedo para arriba, pero ella sabía que los matones le ponían me gusta a las fotos tirándole piedras a su hermano. También sabía que su hermano no quería ir al campamento del colegio porque no la iba a pasar bien, y que además si se hacía pichí en la cama los matones le iban a hacer más burla y lo iban a poner en Facebook para que otros estúpidos pusieran me gusta. Y ellos no tenían balcón, pero su hermano podría encontrar algún otro balcón de donde tirarse si publicaban que se hacía pichí en la cama y los demás ponían me gusta. Y la niña dijo que ella lo había defendido algunas veces, pero no quería seguir haciéndolo porque si no los matones le iban a decir que era un mariquita y que lo tenían que defender las mujeres. La niña se quedó sin aire y el padre la abrazó.
Dos días después el padre convocó a una reunión con la dirección del colegio y con los padres de todos los alumnos. Todos se mostraron escandalizados por las barbaridades que habían publicado en las redes sociales, y la página fue borrada de inmediato.
De los dos autores, uno era el ideólogo, y el otro era un muchacho muy tímido pero que tenía extraordinarias habilidades con las tecnologías nuevas, que fue el autor físico. Pero los padres del autor ideológico no quisieron aceptar la responsabilidad, ya que no era el hijo de ellos el que había creado la página. Los dos padres del autor ideológico eran abogados, y no querían asumir el hecho de que su hijo había sido no solo el ideólogo, sino también el instigador del acoso. Finalmente, el padre de la niña que se creía diferente, les dijo a los padres abogados del niño que había sugerido los acosos al hermano de la niña, que en lugar de pensar como abogados pensaran como padres, y que imaginaran como se hubiese sentido su hijo si el acosado hubiese sido él.
El colegio tomó una resolución salomónica, y suspendió temporariamente a los dos autores por una semana, y después se reintegrarían a prueba durante el resto del año. Si por alguna razón hubiese una sola queja sobre ellos, ya fuera social o académica no podrían matricularse el año próximo.
El padre de la niña que se creía diferente, llegó a la casa contento con el resultado de la reunión, pero en el fondo se sintió absolutamente conmovido por el mundo que les estaba tocando vivir a sus hijos. Llamó a su hijo lo abrazó y le pidió perdón por lo que había pasado. Después fue a su estudio, cerró la puerta con llave, recordó de su propio pasado de acosador y lloró, lloró, lloró.
jueves, 15 de noviembre de 2012
Balcones
Balcones
Nunca supe por qué los balcones ejercían esa especie de fascinación sobre mi.
Me encantaba caminar por las calles de Montevideo mirando balcones, y buscando alguno que no conociera. Eran balcones de otras épocas, unos redondeados y de piedra, otros de hierro forjado, algunos con aplicaciones de bronce, otros con arabescos. Símbolos de otros días en que había más espacio y el buen gusto le ganaba a economizar metros. Hoy los balcones son cuadrados o rectángulos sin ninguna personalidad.
El balcón que recuerdo más era uno enorme sobre la calle Agraciada, cuando mis padres se mudaron por primera vez. Papá me levantaba, giraba y me hacía un avioncito. A mamá le daba miedo que jugara a eso en un balcón del piso 13.
Fue en uno de esos balcones donde pasó el primer incidente.
Yo era una niña y vivía en un apartamento sobre una avenida importante, donde había mucho tránsito. Pasaban omnibuses, camiones, autos y taxis y siempre había ruido y bocinas.
Había ido hasta el kiosco que había enfrente para comprar una cartulina negra que me habían pedido en el colegio, y cuando volví la vi. Era Adriana. Tenía 15 años y dos hermanas. Sus padres estaban separados y la madre había viajado a Buenos Aires. Ese sábado maldito Adriana se había subido al espléndido balcón de nuestro edificio y había saltado. Yo la vi en el suelo, con un charco oscuro alrededor, y el portero del edificio me hizo entrar por la puerta principal para evitar que siguiera mirando aquella mariposa con las alas quemadas. Adriana se había disfrazado de mariposa para un festival del liceo, y capaz que había intentado volar. Más tarde me asomé y vi al portero persiguiendo la sangre seca del piso con la manguera.
Años más tarde me mudé y por un tiempo me olvidé del tema.
Cuando tenía diecisiete años me mudé a otro barrio tan ruidoso como el anterior. Cuando visité el apartamento por primera vez antes de que mis padres lo compraran, lo primero que hice fue salir al balcón. Era precioso. No muy grande pero el hierro forjado con los detalles en bronce le daban un aire majestuoso, como decían en aquel entonces. Precioso edificio. Precioso balcón.
Nunca conocí a nadie de ese edificio, ya que era un apartamento por piso y mis horarios nunca coincidieron con los de los otros vecinos, salvo la señora de los gatos. Ella vivía en el piso dieciséis, y yo veía sus gatos cada vez que me asomaba. Debía tener más de quince. Un buen día, una de las gatas más viejas tratando de atrapar una paloma que se había apoyado en el marco de la ventana, saltó al vacío. Milagrosamente no se hizo nada importante. Estuvo desaparecida unos días, supongo que del susto que tendría, y la encontraron maltrecha pero viva. El único daño permanente que sufrió fue que quedó medio descalabrada, pero aún así vivió muchos años más y seguía intentando cazar palomas. Toda una sobreviviente.
El tiempo pasó y me casé.
Mientras los niños fueron chicos vivimos en casa. No se si fue un deseo oculto, pero creo que no quise arriesgarme a nada. Cuando entraron a la Universidad, por comodidad volvimos a vivir en apartamento. Esta vez no muy alto, pero era un pent house con terrible terraza de barandas metálicas blancas. Nunca tuve demasiada pasión por las plantas, pero había algunas macetas que el dueño anterior había dejado, y ahí habían quedado. En una de ellas que estaba sobre el pretil con el vecino hizo nido una paloma torcaza. No sé cuantos pichones tenía en total, pero con la última tormenta de agosto, cayó la maceta al piso y yo poco pude hacer. A la mañana encontré dos pajaritos aún emplumando en el piso, oscuros y fríos como la muerte. Me dio lástima la pobre torcaza pero no la pude encontrar.
Quedé viuda justo a tiempo, para no tener la urgencia de tirarme o tirar a alguien del balcón. Las personas nos ponemos grandes y nuestra tolerancia se esfuma, así que a veces le tenía muy escasa paciencia al difunto. Se había vuelto cascarrabias y solo abría la boca para decir que le dolía algo. Solo quejas. Unicamente quejas.
Hoy estoy muy mayor y me cansan las personas tontas. Me cansa casi todo el mundo que abre la boca para decir estupideces. Todos los viejos hablan pavadas. Mi vecina del sexto piso viene a visitarme muy seguido. Le gusta mi balcón y mis plantas, y se apoltrona por horas para hablar de enfermedades, de gente que se murió, de prótesis y de gases y divertículos. Hasta dejé de escuchar la radio, porque los viejos se creen impunes para decir pavadas. Creo que les debe gustar escucharse. Ahora me acuerdo de aquel viejo charlatán que mi abuelo escuchaba todos los mediodías. Mi abuela no lo soportaba, pero mi abuelo decía que era un charlatán pero que lo divertía mucho. Ahora está el tema de la porquería de twitter. Todos escriben estupideces, y se juntan otros estúpidos como seguidores. Todos necesitan su cuota de fama, o de que alguien los conozca o los reconozca o simplemente los escuche. Y yo ya no quiero escuchar a nadie.
Muchas veces no soporto el tono de voz de mi vecina. Otras, cuando la veo apoltronada en mi balcón hablando cosas que no le importan a nadie, me vienen a la mente cosas raras y sacudo la cabeza ahuyentándolas. Pero siempre vuelven, igual que mi vecina.
El aljibe
El aljibe
Aún hoy me veo jugando rayuela sobre aquel tablero de ajedrez que era el inmenso patio de la casa de La Aguada. Era lo único que se podía hacer en la casa de abuelita. Cuando observo los cuadros de Medina, con los zaguanes y las puertas con visillos de voile blanco labrado y la luz entrando por las banderolas, me veo con zapatitos de charol y medias blancas con puntillas saltando sobre las baldosas blancas y negras.
La abuelita era una mujer baja y flaca, siempre vestida de negro, con el pelo blanco enrollado en un rodete apretado sobre la nuca, unos ojitos oscuros detrás de lentes diminutos que cabalgaban sobre la filosa nariz, y siempre con un delantal con peto. Las manos muy huesudas bajaban el balde con la roldana en el famoso manantial.
También había un aljibe, y para mi los dos eran exactamente iguales, dos torres redondas de donde se sacaba agua. Para abuelita decir eso era una blasfemia.
El agua del manantial se podía usar para tomar, en cambio la del aljibe solo se usaba para lavar aquellos interminables patios. Además el aljibe tenía ruidos. La única vez que le dije a papá que sentía voces en el aljibe, me miró raro, y por casi un año no volví a la casa de la abuelita. Nunca vi una mascota en aquella casa, aunque a veces casi podría jurar que sentía maullidos lastimeros. No le dije nada a papá.
La casa de la Aguada era una especie de zaguán largo y ancho que llegaba hasta el fondo, donde estaban la cocina, el estar, y dos baños, uno grande con bañera de cuatro patas, el otro casi una letrina. Una escalera daba a un altillo enorme. A ambos costados del zaguán salían varios dormitorios ciegos, y dos patios descubiertos. También había un sótano lleno de cosas viejas. Siempre me aburría y las veces que mi curiosidad había invadido los cajones de las cómodas y mesitas de luz de la casa, la abuelita con cara muy dura decía “niña pícara y bandida”. Papá insistía en llevarnos todos los domingos, y yo insistía en revolver cajones. No había abuelo en aquella casa.
Era una casa con secretos . Cada vez que pasaba cerca del aljibe había ojos que estaban al acecho. Levantaba la vista porque siempre me sentía observada. A veces no veía a nadie, otras veces eran los ojos miopes de mis tías tras los lentes, otras solo la sensación de acecho.
También me veo sobre un carro con caballo, lleno de verduras, el del verdulero que pasaba todos los días, como si fuese la reina del carnaval de las lechugas. En nochebuena, en uno de los cuartos ciegos, siempre el mismo, mis tías armaban un pesebre gigantesco. También el tema de la religión era recurrente, y vivían rezando el rosario. No había primos, y cuando llegaron era demasiado tarde. Un abismo de distancia. Pero el aljibe seguí gritando y yo me hacía la sorda.
Los primos empezaron a crecer. Yo no les tenía mucha paciencia, porque eran chicos, molestos y me hacían cuidarlos. El varón era muy miedoso, así que me vengaba como podía y los tenía asustados de que si se portaban mal, el viejo que vivía en el aljibe y que siempre gritaba se los iba a llevar.
La vida transcurría placentera. Yo iba a la escuela, y ya estaba en sexto y mis primos imberbes tenían cuatro y seis años. A veces con un poco de suerte, papá me llevaba a la Estación Central, viajábamos en tren, y compraba maníes calentitos. Yo adoraba ese olor. Hoy los hago en el microondas, y no queda el mismo aroma, pero ya nada es lo mismo.
Una de las últimas veces que fui a la casa de La Aguada, solo por aburrimiento, ya que los contenidos de los cajones de todas las mesas de luz, y de todas las cómodas habían sido cuidadosamente revisados, les propuse a los niños chicos ir al sótano. Esa tarde no había nadie en la casa, porque la abuelita y las tías habían ido a rezar el Rosario a la parroquia, y papá estaba hablando en el patio del manantial con un tío viejo, hermano de la abuelita que debía de tener como cien años. Yo no me acercaba a ese viejo. La única vez que me acerqué, me había llamado para ofrecerme un caramelo, pero me tocó las piernas y la bombacha. No le dije nada a papá. Se hablaba poco en esa casa.
Uno de mis primos, le había contado a su madre de mis amenazas sobre el viejo que vivía en el aljibe y me habían llamado para preguntarme que cosas les estaba metiendo en la cabeza a los niños, y papá me había suspendido la mesada en castigo, así que cuando entramos al sótano yo estaba muy enojada. No sabía cual de mis dos primos chicos había sido el buchón, pero yo sospechaba que había sido el varón que era una marica miedosa y llorona. La niña era más chica y muy quejosa, pero no era ni miedosa ni llorona.
El sótano estaba en una semi penumbra. Nos pusimos a revisar todo lo que encontramos. Había cajas viejas llenas de polvo con montones de fotos en blanco y negro, muchas de niñitos desnudos con el culito al aire sobre almohadones oscuros. Se hablaba poco en aquella casa.
Las tías cosían y bordaban y la abuelita cocinaba comida gallega que a mi no me gustaba, pero se hablaba poco o nada, y toda aquella gente se miraba de reojo. Cuando estábamos en lo que supongo sería la pared lindera al aljibe, un olor raro invadió la habitación y empezaron las voces, los gritos y los maullidos. Mi primo el marica empezó a gritar que yo estaba haciendo todo aquello para asustarlo, y la nena chica se me pegó a la pierna derecha y me agarró la mano.
Yo no dije nada. Sentía el olor a podrido y los gritos y los maullidos y el llanto de un niño, pero ahí no había nadie. Estaba aterrada tratando de que el mocoso dejara de llorar mientras que la otra me apretaba la pierna y no me dejaba casi caminar.
Les hice señas de que se callaran y empecé a caminar hacia la salida. Cuando estaba casi trepando la escalera se nos cayó encima una caja, y se desparramó todo lo que había. Como pude empecé a colocar todo en su lugar, cuando un recorte de diario con la foto del aljibe de la casa de La Aguada llamó mi atención. Tomé el recorte muy viejo escrito en un color sepia, el aljibe era el mismo. Arriba de todo decía “Tragedia familiar en La Aguada. Niño se ahoga tratando de rescatar un gatito que había encontrado en la calle, al ver a su madre arrojarlo al aljibe”. Dejé el recorte dentro de la caja, y sosteniendo a mis dos primos salimos del sótano.
No le hablé a papá del recorte de diario. Se hablaba poco en esa casa.
Después de eso volví una o dos veces más, pero empecé a mirar a la abuelita con miedo, y tampoco quería que se me acercara el viejo que ofrecía caramelos. Nada era lo que parecía.
Hoy ni papá, ni la Estación Central ni mi primo el llorón están más. Las tías estaban recluídas en una casa de salud, y me enteré que hace poco una de ellas falleció con 95 años. La otra padece un alzheimer galopante, pero las enfermeras cuentan que cada tanto grita desesperada, —Mamá andá a buscar de vuelta a mi hermanito y al gato, que los siento llorar.
miércoles, 25 de abril de 2012
Crónicas reales
Crónicas reales – El Rey, los infantes y el elefante
Como tantas otras coronas europeas, la familia Borbón quedó exiliada en Portugal luego del triunfo de la república en 1931. El golpe de estado del Generalísimo Franco en 1936 fue un antes y un después para España que iniciaría su terrible guerra civil, durante la cual murió el famoso poeta Federico García Lorca, aunque no por sus ideas políticas, sino por razones que a la España pro nazi de Franco le resultaban inaceptables.
El futuro del rey Juan Carlos, fue definido en un yate el 25 de agosto de 1948. El príncipe tenía apenas 10 años. Su padre, Juan de Borbón, el heredero de la corona, en el exilio desde 1931, estaba empecinado en regresar al país y recuperar el trono. En ese momento la familia real vivía en Portugal. Tuvo que negociar con el general Franco, quien no tenía un hijo varón a quien heredarle el poder. Por eso, en aquel encuentro entre los dos hombres, el dictador puso su condición: o Juan de Borbón mandaba al príncipe a estudiar a España, o se tendría que ver en la necesidad de asignar el poder a otra familia real. Juan de Borbón entregó a su hijo.
Así comenzó el estrecho vínculo entre Franco y el príncipe Juan Carlos. El primero veló por su educación militar y tuvo con él una cercanía parecida a la de un padre. El segundo se mantuvo fiel al régimen militar hasta la muerte del dictador.
Juan de Borbón veía diluirse su oportunidad de regresar algún día a ocupar el trono que por sangre le correspondía. Se rumoraba que planeaba desheredar a su hijo mayor, hubo también quien fue más allá y pensó, como Amadeo Martínez Inglés –ex militar español y escritor–, que este hecho influyó en la muerte del príncipe Alfonso, de apenas 14 años, quien recibió un balazo en la cabeza, catalogado como “accidental”, disparado por su hermano, el príncipe Juan Carlos, con una pistola regalo del Gral. Franco. El principe Juan Carlos tenía 18 años y hacía un año que había ingresado a la escuela militar, por lo que el uso de las armas debía de serle familiar. Hasta el día de hoy, el rey nunca se ha pronunciado en público por este hecho. Este fatalidad podría catalogarse de infanticidio. Joder.
Juan Carlos Alfonso Víctor María de Borbón y Borbón-Dos Sicilias, príncipe de España y Sofía Margarita Victoria Federica, princesa de Grecia y Dinamarca, se casaron el 14 de mayo de 1962 en Atenas. Hubo tres ceremonias: un casamiento civil, uno por la Iglesia Católica y otro por la Ortodoxa Griega. De esa unión nacieron tres hijos, las infantas Elena y Cristina, y Felipe, príncipe de Asturias.
Los años pasaron, Franco murió, y a su muerte, Juan Carlos Alfonso Víctor María de Borbón y Borbón-Dos Sicilias fue nombrado, Juan Carlos I rey de España.
El rey Juan Carlos I marca un antes y un después en la historia española. Cuando le fue heredado el poder, la expectativa sobre su actuar recaía en que ejercería las políticas franquistas. Pero no. Una vez en el trono dio un golpe de timón hacia la democracia. Redujo sus propios poderes y legalizó a los partidos políticos. Disolvió a las Cortes españolas y llamó a un referendo nacional para integrar la nueva Constitución.
Después del nefasto Generalísimo, y de la llegada de la democracia, se vino lo que en aquella época se llamó el destape español. Dicen las malas lenguas que con ese destape, también se destapó la vida sexual del monarca. Antes los trapitos sucios de las monarquías se lavaban en casa, pero con el devenir de los tiempos, el Internet, facebook y twitter, nadie puede ni siquiera tirarse una cana al aire, sin que se entere el resto del mundo. Joder.
De los tres hijos del rey, la poco agraciada infanta Elena, se casó con el igualmente poco agraciado Duque de Lugo, Don Jaime de Marichalar, de quien se divorció quince años después. De ese matrimonio nacieron dos hijos. El primogénito, Felipe Juan Froilán, se dispararía una escopeta de perdigones en un pie, mientras practicaba tiro al blanco en casa de su padre, justo cuando su real abuelo jugaba a los safari en Botswana y se caía de la cama fracturándose la cadera. Joder.
La infanta Cristina se casaría también con el ex jugador de pelota vasca Iñaki Urdangarín , quien actualmente estaría siendo investigado por posible uso de los dineros públicos y tráfico de influencias. Ella se ha declarado argentina en todo este asunto, pero le están investigando dos de sus cuentas bancarias, las que tendrían ingresados dinerillos non sanctos. Joder.
Nunca le tuve ni afecto ni animosidad al rey Juan Carlos, pero si me complació mucho aquel episodio jocoso, cuando cansado de ver que el obtuso bolivariano interrumpía sistemáticamente a Zapatero en su discurso en uno de esas cumbres iberoamericanas, el rey le espetó muy suelto de cuerpo, por que no te callas. Exquisito. Supongo que su estatura real, lo privó de decirle el mentado gilipollas. Pero lo mandó a callar. Joder.
Ahora su mea culpa a causa del escandalete de su excursión a Botswana, su operación de cadera, la sociedad ambientalista que preside desde 1968 lo sacará del cargo de presidente honorario por razones obvias, se suma la tercera en discordia que lo acompañaba en la cacería, la princesa plebeya Corinna zu Sayn-Wittgenstein, 28 años menor que Juan Tenorio.
Según la periodista catalana Pilar Eyre, autora del libro La soledad de la Reina, doña Sofía no comparte el lecho matrimonial con el rey desde el año 1976, fecha en que lo encontró con las manos en la masa, o mejor dicho en otra damisela. . Doña Sofía tiene su suite privada en el primer piso del palacio real y Don Juan en el segundo.
"Lo siento mucho, me he equivocado. No volverá a ocurrir", dijo Juan Carlos tras ser dado de alta de un hospital de Madrid.
Lo que no tenemos muy en claro si lo que no volverá a ocurrir serán las cacerías o las infidelidades, pero el rey ya tiene 74 años. Y con los tornillos en su cadera no cree esta cronista que el monarca esté en condiciones ni de dar el salto del tigre, ni tampoco del ropero.
Y ahora aquí , con el pasaporte rojo de la Unión Europea en las manos, pienso en las estúpidas corridas de toros, las encerronas de San Fermín, las tomatadas, los naranjazos, y todos esos festejos estúpidos, y en esta triste monarquía española, y me digo joder, tantos años de historia y no han aprendido nada.
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