La muerte del Cisne
La muerte es algo total y definitivamente antiestético. Por eso nunca quise hacer el papel de cisne. Algo tan hermoso, tan blanco, tan suave y sutil no debería morir.
Entonces me acordé de las interminables clases con Madame Rosa, y sus chillidos histéricos o coléricos según se tratara de una “attitude” mal resuelta o de un “battement cloche” lastimero o de un espantoso “pas de bouree”.
Hasta ese día a nadie le habían ofrecido interpretar al cisne, aunque todas sabíamos la coreografía. Yo personalmente prefería otras heroínas. Si bien La Muerte del Cisne de Saint-Saenz tiene una música exquisita y el lucimiento de la primera bailarina es notable, y en este punto me acuerdo de haber visto varias versiones, casi todas de rusas, la de Makarova, la Plisetskaya, y últimamente las de Zahharova y Semionova que en vez de bailar sus brazos parecían alas ondulantes muy suaves,
era un cisne real y verdadero con esa elegancia de movimientos. Debo destacar la escuela francesa con la Pontois, Elisabeth Platel, y últimamente Sylvie Guillem. Si bien la danza surgió por el 1400 en Italia, la escuela francesa le agregó la elegancia y suavidad de los movimientos en contraposición al virtuosismo técnico de la escuela rusa. Todas impresionantes. Un deleite para ojos y alma.
Pero ya me fui por las ramas como hago siempre. Yo tengo otro tipo de temperamento y a mi me gusta más Carmen, la habanera de Bizet.. Hasta la música me va mejor. Y me gusta esa coreografía con la seducción del comisario y del torero al mismo tiempo. También me hubiera gustado competir si la puesta en escena hubiera sido de “El Corsario” o “Don Quijote”, hasta le propuse a Madame que me pusiera de Princesa Aurora de La Bella Durmiente, porque también era un papel para mi, porque me atrapó la versión de Irina Kolpakova, ”, pero Madame Rosa había decidido que sería La Muerte del Cisne, así que mis aspiraciones de seducir habían quedado postergadas por el camino.
Ana y yo éramos amigas desde niñas, por lo cual no pensaba que hubiera celos entre nosotras por ese maldito papel. Me equivocaba.
Ahora me acuerdo que mi gusto por la música vino casi de la cuna, pero el del ballet posiblemente fuera anterior todavía, es como un gen agregado.
Madame Rosa nos reunió y dijo que si bien todas podíamos hacer el papel, había alguien que además de dominar la técnica, tenía el alma y la sensibilidad de interpretar al cisne. Yo estaba mirando a Ana cuando Madame Rosa dijo mi nombre, y me asustó lo que vi en su rostro. Era rabia. Rabia, frustración y celos. También un poco de odio.
Me levanté y le pedí a Mme. Rosa que pusiera a alguien más, porque si bien me encantaba el papel, no quería hacer de cisne.
Mme. Rosa me miró largo rato , miró a Ana, y finalmente decidió darle el papel a Marta.
El día del estreno el nerviosismo era terrible y cuando entró Marta con su tutú de tul inmaculadamente blanco y bordado en lentejuelas plateadas, no podíamos sacarle los ojos de encima. Especialmente Ana. Su tutú era hermoso, pero el otro era espectacular.
Cuando nos estábamos maquillando miré a Ana.
Si bien sus manos fueron rápidas, mis ojos lo fueron aún más, y pude ver como vaciaba disimuladamente su frasco de delineador sobre los tules blancos de Marta.
Ella levantó los ojos y me vió. Yo sostuve la mirada, pero no dije nada y seguí maquillándome.
La crisis de llanto de Marta se pudo solucionar. Con unas pinceladas aquí y otras allá se la convenció que ella hiciera de Hada de la Noche, y el papel de cisne recayó en Ana.
Nunca hablamos de lo que había pasado. Solamente los ojos de madame preguntándome inquisidores.
Yo no respondí. No podía.
Ni Ana ni yo volvimos a tocar el tema. Volví a acordarme de esto muchos años después. Hasta ese entonces compartimos trapos, novios y fiestas. Una amistad a prueba de balas como decían nuestras madres. Ninguna sabía entonces lo que pasaría años más tarde. Tampoco sabíamos que ni el mejor pegamento hubiera podido reconstruir aquella amistad de tantos años.
domingo, 6 de junio de 2010
miércoles, 2 de junio de 2010
Mujer con tijeras
Mujer con tijeras
Escuché las campanadas del reloj de la Catedral.
Nunca le había prestado atención a aquel sonido, porque siempre había otros ruidos que se le superponían, pero ese día había terminado tarde en el trabajo, y como estaba cansada, decidí no salir.
Por lo tanto las doce de la noche me agarraron por sorpresa en el living de mi casa, descalza y en camisón, escuchando música, leyendo y fumando.
Demasiadas actividades para una sola persona, pensé.
Mi marido tenía una cena de camaradería y lo esperaba alrededor de la una, y mis hijos habían ido a bailar a alguna de esas discotecas para adolescentes.
Nunca me había importado quedarme sola. De hecho, muchas veces disfrutaba de ese estado del alma en que uno está consigo mismo. Por eso no había invitado a nadie a visitarme hasta que llegara Gonzalo.
Me había bañado, y me había puesto el camisón, y aquí estaba sentada en el living, descalza y tratando de leer a Borges, con Mozart como música de fondo. Toda una gratificación.
No sé en que momento empecé a sentir una suerte de aprensión. Algo andaba mal. No se sentía ningún sonido, salvo la música, pero algo en mi mente empezó a alertarme. Nunca supe bien que era la adrenalina, pero fuese lo que fuese empezó a circular por mi torrente sanguíneo, y puso todos mis sentidos alertas, y mi corazón empezó a galopar en forma desbocada.
Fui a mi dormitorio y prendí las luces. No había nada extraño. Por una de esas cosas de la vida, abrí el placard y me puse el salto de cama. Luego abrí el costurero y en un acto totalmente mecánico, saqué las tijeras guardándolas en el bolsillo de la bata.
Entré al baño principal y también encendí la luz, sin encontrar absolutamente nada extraño.
Así fui recorriendo todas las habitaciones, una a una, baños, departamente de servicio, en todos lados iba dejando las luces prendidas. Estaba tan obsesionada que hasta prendí la lámpara de pie del living, amén de las dos lámparas de las mesas ratonas, y las arañas del techo.
Toda la casa se inundó de luz.
Si bien me sentí más aliviada, la sensación de que algo no estaba bien no se me apartaba de la mente. Volví al living, y cuando me estaba acomodando nuevamente sentí un ruido en algún lugar de la cocina. La cocina no era demasiado grande, pero tenía una terraza lavadero que daba a los pozos de aire del edificio.
La puerta normalmente cerrada con llave tenía vidrios, y reja con barrotes de metal un tanto separados para mi gusto.
No había instalado ninguna alarma en el departamento, porque en el edificio que vivía antes se disparaban a cada momento sin motivo aparente, y estaba cansada de aquellos chillidos estridentes que sucedían con mucha frecuencia.
Miré el reloj. Eran las doce y cuarto. Respiré hondo, y me levanté del sillón sin hacer ruido dirigiéndome a la cocina. Uno normalmente no sabe que hacer ante situaciones que nunca se le plantearon. A veces piensa, si me pasara tal cosa, haría tal otra, pero eso nunca es así llegado el momento.
Si me hubieran preguntado en otro momento como hubiera reaccionado ante una situación similar, creo que hubiera contestado que me habría ido del departamento en camisón, y me hubiera quedado en el pallier, o le habría golpeado a algún vecino.
Pero no hice nada de eso.
Directamente me encaminé a la cocina a enfrentarme con lo desconocido. Supongo que tal vez me encomendé a Dios, pero tampoco estoy segura.
En la cocina no había nada que me llamara la atención. Cuando me volví de espaldas para regresar al living, sentí algo extraño.
Me acerqué a la puerta de la terraza, y vi un agujero redondo en el vidrio a la altura de la cerradura.
Creo que todo pasó en un segundo, me acerqué al vidrio y allí estaba el hombre, alto, con una media en la cabeza. No Pude ni atinar a gritar porque se me congeló la voz en la garganta, y allí estaba esa mano metiéndose por el agujero del vidrio y agarrándome el brazo. Me sacudí de aquel contacto viscoso y con la mano libre saqué las llaves de la puerta que estaban puestas en la cerradura y las tiré al otro extremo de la cocina. Creo que esto enfureció al hombre que hizo más presión en mi brazo, y empezó a apretarme contra el vidrio, gritándome “Puta, no vas a salvarte de este”.
Empecé a tratar de girar mi cuerpo para liberarme cuando vi las tijeras que asomaban apenas por el bolsilla de mi bata.
Esta vez el movimiento no fue mecánico. Agarré las tijeras con mi mano libre y mirando fijamente aquella mano fuerte y de dedos peludos las clavé con tanta fuerza que sus aullidos de dolor y rabia deben haber resonado en el silencio de la noche, porque se empezaron a prender luces en las ventanas de los otros apartamentos. Envalentonada porque ya no me sentía tan sola, hice girar la tijera en la herida para que me soltara.
Afortunadamente para él y para mi, soltó la presión que ejercía y saltó de la terraza al patio de abajo, y trepando por una escalera de incendios hacia la azotea, se perdió de mi vista.
Escuché las campanadas del reloj de la Catedral.
Nunca le había prestado atención a aquel sonido, porque siempre había otros ruidos que se le superponían, pero ese día había terminado tarde en el trabajo, y como estaba cansada, decidí no salir.
Por lo tanto las doce de la noche me agarraron por sorpresa en el living de mi casa, descalza y en camisón, escuchando música, leyendo y fumando.
Demasiadas actividades para una sola persona, pensé.
Mi marido tenía una cena de camaradería y lo esperaba alrededor de la una, y mis hijos habían ido a bailar a alguna de esas discotecas para adolescentes.
Nunca me había importado quedarme sola. De hecho, muchas veces disfrutaba de ese estado del alma en que uno está consigo mismo. Por eso no había invitado a nadie a visitarme hasta que llegara Gonzalo.
Me había bañado, y me había puesto el camisón, y aquí estaba sentada en el living, descalza y tratando de leer a Borges, con Mozart como música de fondo. Toda una gratificación.
No sé en que momento empecé a sentir una suerte de aprensión. Algo andaba mal. No se sentía ningún sonido, salvo la música, pero algo en mi mente empezó a alertarme. Nunca supe bien que era la adrenalina, pero fuese lo que fuese empezó a circular por mi torrente sanguíneo, y puso todos mis sentidos alertas, y mi corazón empezó a galopar en forma desbocada.
Fui a mi dormitorio y prendí las luces. No había nada extraño. Por una de esas cosas de la vida, abrí el placard y me puse el salto de cama. Luego abrí el costurero y en un acto totalmente mecánico, saqué las tijeras guardándolas en el bolsillo de la bata.
Entré al baño principal y también encendí la luz, sin encontrar absolutamente nada extraño.
Así fui recorriendo todas las habitaciones, una a una, baños, departamente de servicio, en todos lados iba dejando las luces prendidas. Estaba tan obsesionada que hasta prendí la lámpara de pie del living, amén de las dos lámparas de las mesas ratonas, y las arañas del techo.
Toda la casa se inundó de luz.
Si bien me sentí más aliviada, la sensación de que algo no estaba bien no se me apartaba de la mente. Volví al living, y cuando me estaba acomodando nuevamente sentí un ruido en algún lugar de la cocina. La cocina no era demasiado grande, pero tenía una terraza lavadero que daba a los pozos de aire del edificio.
La puerta normalmente cerrada con llave tenía vidrios, y reja con barrotes de metal un tanto separados para mi gusto.
No había instalado ninguna alarma en el departamento, porque en el edificio que vivía antes se disparaban a cada momento sin motivo aparente, y estaba cansada de aquellos chillidos estridentes que sucedían con mucha frecuencia.
Miré el reloj. Eran las doce y cuarto. Respiré hondo, y me levanté del sillón sin hacer ruido dirigiéndome a la cocina. Uno normalmente no sabe que hacer ante situaciones que nunca se le plantearon. A veces piensa, si me pasara tal cosa, haría tal otra, pero eso nunca es así llegado el momento.
Si me hubieran preguntado en otro momento como hubiera reaccionado ante una situación similar, creo que hubiera contestado que me habría ido del departamento en camisón, y me hubiera quedado en el pallier, o le habría golpeado a algún vecino.
Pero no hice nada de eso.
Directamente me encaminé a la cocina a enfrentarme con lo desconocido. Supongo que tal vez me encomendé a Dios, pero tampoco estoy segura.
En la cocina no había nada que me llamara la atención. Cuando me volví de espaldas para regresar al living, sentí algo extraño.
Me acerqué a la puerta de la terraza, y vi un agujero redondo en el vidrio a la altura de la cerradura.
Creo que todo pasó en un segundo, me acerqué al vidrio y allí estaba el hombre, alto, con una media en la cabeza. No Pude ni atinar a gritar porque se me congeló la voz en la garganta, y allí estaba esa mano metiéndose por el agujero del vidrio y agarrándome el brazo. Me sacudí de aquel contacto viscoso y con la mano libre saqué las llaves de la puerta que estaban puestas en la cerradura y las tiré al otro extremo de la cocina. Creo que esto enfureció al hombre que hizo más presión en mi brazo, y empezó a apretarme contra el vidrio, gritándome “Puta, no vas a salvarte de este”.
Empecé a tratar de girar mi cuerpo para liberarme cuando vi las tijeras que asomaban apenas por el bolsilla de mi bata.
Esta vez el movimiento no fue mecánico. Agarré las tijeras con mi mano libre y mirando fijamente aquella mano fuerte y de dedos peludos las clavé con tanta fuerza que sus aullidos de dolor y rabia deben haber resonado en el silencio de la noche, porque se empezaron a prender luces en las ventanas de los otros apartamentos. Envalentonada porque ya no me sentía tan sola, hice girar la tijera en la herida para que me soltara.
Afortunadamente para él y para mi, soltó la presión que ejercía y saltó de la terraza al patio de abajo, y trepando por una escalera de incendios hacia la azotea, se perdió de mi vista.
lunes, 31 de mayo de 2010
Abrazos
Abrazos
Salió de su trabajo sobre las 190 horas. Tenía que encontrarse con él en el lugar de siempre. Antes de salir del edificio se miró en el espejo del pallier y se acomodó un poco la chalina rosa viejo que contrastaba con el tapado negro y de buen corte. Salió al frío invernal y enfiló hacia la calle 25 de mayo. El salía de su oficina y la recogía en determinada esquina todos los martes y jueves de todas las semanas desde hacía cuatro años. Ninguno de los dos tenía compromiso, pero sí hijos adolescentes que vivían con ellos, por lo cual los encuentros eran solo en hoteles. Ella le había pedido unas cuantas veces que estuviera allí antes que ella llegara porque no le agradaba estar esperando en una esquina y menos en una esquina de la ciudad vieja y a esa hora, pero él casi nunca estaba cuando ella llegaba, y a veces tenía que esperarlo hasta veinte minutos. Cuando llegaba nunca se disculpaba, y siempre decía que a último momento lo había llamado algún cliente, o que había tenido que ir a visitar a alguno. Siempre que lo estaba esperando pensaba, si se demora más de diez minutos, me doy media vuelta y me mando mudar, y que se joda. Pero nunca lo hacía. Sobre las 19 y 25 vio llegar el auto que se arrimó al cordón. Ella abrió la puerta, entró y lo saludó. Era un día que no estaba muy motivada, y el fastidio por la espera con ese frío que taladraba se le notaba en la cara. El preguntó: -que te pasa?. Ella hizo un gesto ambiguo levantando los hombros, -Nada, dijo, cuando en realidad estaba pensando que te creés que me pasa pedazo de imbécil, hacerme esperar 25 minutos en esta esquina de mierda, pero nada de eso dijo, solo un nada anodino y escurridizo. Se cruzó de piernas en el auto y sacó un cigarrillo de su bolso. El la miró e hizo un gesto de fastidio. No le gustaba que fumara dentro del automóvil y se lo había repetido las suficientes veces como para que hasta un débil mental lo registrara. Pero ella estaba lo suficiente fastidiada con la espera en el frío, que se llevó el cigarrillo a la boca, lo prendió y largó el humo suavemente por la boca, al tiempo que abría apenas su ventanilla. El comentó, -la calefacción está prendida, y con la ventanilla abierta nos vamos a congelar. Ella lo miró, sonrió apenas y le dijo –Yo ya estoy congelada. El la miró de costado e hizo un gesto con la cabeza, moviéndola de lado a lado, como quien niega muy despacio. –Bueno, dijo se me complicó en la oficina, llegó gente a último momento y no pude salir antes. Ella sin mirarlo, viendo fijamente hacia delante, respondió –Siempre se te complica, todos los martes y jueves de Dios se te complica, hace años que se te complica llegar en hora. Bueno, esta es la última vez que te espero. El jueves si no estás a las 7 de la tarde estacionado, ni siquiera te molestes en venir.
El se sonrió y le puso la mano sobre la rodilla, y siguió subiéndola bajo la falda. Ella se puso tensa, pero no retiró la mano ni dijo nada. Cuando subieron la escalerita del hotel, el le acarició la espalda sobre el tapado, y de detuvo más debajo de la cintura. Ella abrió la puerta y entró al dormitorio. -No me gusta este lugar, es demasiado vulgar. El se sacó el abrigo, lo colgó en el perchero, fue al baño a lavarse las manos y volvió. Abrió el frigobar y sacó dos miniaturas de Something Special y la cubetera del hielo. Sirvió los dos whiskies, el suyo con un chorro de agua mineral, y se acercó a ella con los dos vasos. Ella continuaba parada sin sacarse el saco. El dejó los vasos apoyados en la mesita ratona, se acercó a ella y empezó a desabrocharle el tapado. Luego lo colgó junto al suyo. Le dio el vaso, tomó el suyo, y con la otra mano empezó a acariciarle el pelo, bajando hacia la mejilla. Le pasó los dedos por la boca tentándola para que la abriera y le mordisqueara los dedos. Ella sacudió apenas la cabeza como quien se desprende de un pensamiento feo, se metió el dedo mayor y el índice en la boca lo miró a los ojos, y empezó a descender su mano libre hasta llegar a la entrepierna del hombre. Solo ese gesto bastó para que se desatara todo, y vino la urgencia de los dos, desvistiéndose, arráncandose la ropa, el intimamente agradecido porque ella le había dado el gusto al ponerse las medias negras con siliconas y el body negro. Después todo acabó y él se tendió de espaldas y la abrazó. Ella no le dijo nada pero agradeció aquel gesto.
Luego se sentó en la cama y prendió un cigarrillo. El le pidió una pitada. Ella se la dio. Cuando él terminó de soltar el humo, se giró en la cama y le dijo: -Es raro, nunca me decís que me querés, ni siquiera cuando hacemos el amor. ¿Vos me querés?. ¿Por qué estás conmigo?
Ella miró el techo, luego lo miró, volvió a mirar el techo y le dijo –Los hombres siempre necesitan que los quieran, aún en el caso de que ellos no quieran, necesitan que se los quiera. Yo te quería. Creo que te quise. Capaz que todavía te quiero. Solo que un día cualquiera me di cuenta que ya no era lo mismo. La única que daba algo en esta relación era yo. Tu solo tomabas lo que se te daba, pero eras incapaz de corresponder. Entonces un día empecé a quererme más yo misma.Y las cosas dejaron de importarme, o de dolerme. ¿Por qué estoy contigo? Te podría decir montones de estupideces solo para lastimarte, como por ejemplo que los dos somos adultos, que necesitamos tener sexo, que necesitamos que la persona sea agradable, se bañe todos los días, tenga buen aliento, no sea promiscuo, no tenga sida, tenga determinada educación, sea delicado, tenga una conversación agradable etcétera, etcétera. Bueno todo eso también, pero realmente yo te veo todos los martes y jueves desde hace años solo para que me abraces. Uno no puede andar por la vida pidiendo que lo quieran, pidiendo que lo abracen. Y nadie te abraza. Y yo necesito que me abracen para continuar viviendo. Yo necesito que me toquen. No me alcanzan los mails, ni los mensajes de celular. Ya casi nadie llama por teléfono, solo mensajes o mails con estúpidas cadenas. Pero yo necesito otro tipo de comunicación. Yo necesito que me sonrían, que me toquen, que me acaricien, que me abracen, y si para eso hace falta tener sexo, bueno, es un precio accesible, y puedo pagarlo.
Cuando ella lo mira a la cara, ve toda su cara bañada en lágrimas, y el abrazo de él es tan enorme que ella lo único que puede hacer es acariciarle la espalda para que sus terribles sollozos se calmen.
Salió de su trabajo sobre las 190 horas. Tenía que encontrarse con él en el lugar de siempre. Antes de salir del edificio se miró en el espejo del pallier y se acomodó un poco la chalina rosa viejo que contrastaba con el tapado negro y de buen corte. Salió al frío invernal y enfiló hacia la calle 25 de mayo. El salía de su oficina y la recogía en determinada esquina todos los martes y jueves de todas las semanas desde hacía cuatro años. Ninguno de los dos tenía compromiso, pero sí hijos adolescentes que vivían con ellos, por lo cual los encuentros eran solo en hoteles. Ella le había pedido unas cuantas veces que estuviera allí antes que ella llegara porque no le agradaba estar esperando en una esquina y menos en una esquina de la ciudad vieja y a esa hora, pero él casi nunca estaba cuando ella llegaba, y a veces tenía que esperarlo hasta veinte minutos. Cuando llegaba nunca se disculpaba, y siempre decía que a último momento lo había llamado algún cliente, o que había tenido que ir a visitar a alguno. Siempre que lo estaba esperando pensaba, si se demora más de diez minutos, me doy media vuelta y me mando mudar, y que se joda. Pero nunca lo hacía. Sobre las 19 y 25 vio llegar el auto que se arrimó al cordón. Ella abrió la puerta, entró y lo saludó. Era un día que no estaba muy motivada, y el fastidio por la espera con ese frío que taladraba se le notaba en la cara. El preguntó: -que te pasa?. Ella hizo un gesto ambiguo levantando los hombros, -Nada, dijo, cuando en realidad estaba pensando que te creés que me pasa pedazo de imbécil, hacerme esperar 25 minutos en esta esquina de mierda, pero nada de eso dijo, solo un nada anodino y escurridizo. Se cruzó de piernas en el auto y sacó un cigarrillo de su bolso. El la miró e hizo un gesto de fastidio. No le gustaba que fumara dentro del automóvil y se lo había repetido las suficientes veces como para que hasta un débil mental lo registrara. Pero ella estaba lo suficiente fastidiada con la espera en el frío, que se llevó el cigarrillo a la boca, lo prendió y largó el humo suavemente por la boca, al tiempo que abría apenas su ventanilla. El comentó, -la calefacción está prendida, y con la ventanilla abierta nos vamos a congelar. Ella lo miró, sonrió apenas y le dijo –Yo ya estoy congelada. El la miró de costado e hizo un gesto con la cabeza, moviéndola de lado a lado, como quien niega muy despacio. –Bueno, dijo se me complicó en la oficina, llegó gente a último momento y no pude salir antes. Ella sin mirarlo, viendo fijamente hacia delante, respondió –Siempre se te complica, todos los martes y jueves de Dios se te complica, hace años que se te complica llegar en hora. Bueno, esta es la última vez que te espero. El jueves si no estás a las 7 de la tarde estacionado, ni siquiera te molestes en venir.
El se sonrió y le puso la mano sobre la rodilla, y siguió subiéndola bajo la falda. Ella se puso tensa, pero no retiró la mano ni dijo nada. Cuando subieron la escalerita del hotel, el le acarició la espalda sobre el tapado, y de detuvo más debajo de la cintura. Ella abrió la puerta y entró al dormitorio. -No me gusta este lugar, es demasiado vulgar. El se sacó el abrigo, lo colgó en el perchero, fue al baño a lavarse las manos y volvió. Abrió el frigobar y sacó dos miniaturas de Something Special y la cubetera del hielo. Sirvió los dos whiskies, el suyo con un chorro de agua mineral, y se acercó a ella con los dos vasos. Ella continuaba parada sin sacarse el saco. El dejó los vasos apoyados en la mesita ratona, se acercó a ella y empezó a desabrocharle el tapado. Luego lo colgó junto al suyo. Le dio el vaso, tomó el suyo, y con la otra mano empezó a acariciarle el pelo, bajando hacia la mejilla. Le pasó los dedos por la boca tentándola para que la abriera y le mordisqueara los dedos. Ella sacudió apenas la cabeza como quien se desprende de un pensamiento feo, se metió el dedo mayor y el índice en la boca lo miró a los ojos, y empezó a descender su mano libre hasta llegar a la entrepierna del hombre. Solo ese gesto bastó para que se desatara todo, y vino la urgencia de los dos, desvistiéndose, arráncandose la ropa, el intimamente agradecido porque ella le había dado el gusto al ponerse las medias negras con siliconas y el body negro. Después todo acabó y él se tendió de espaldas y la abrazó. Ella no le dijo nada pero agradeció aquel gesto.
Luego se sentó en la cama y prendió un cigarrillo. El le pidió una pitada. Ella se la dio. Cuando él terminó de soltar el humo, se giró en la cama y le dijo: -Es raro, nunca me decís que me querés, ni siquiera cuando hacemos el amor. ¿Vos me querés?. ¿Por qué estás conmigo?
Ella miró el techo, luego lo miró, volvió a mirar el techo y le dijo –Los hombres siempre necesitan que los quieran, aún en el caso de que ellos no quieran, necesitan que se los quiera. Yo te quería. Creo que te quise. Capaz que todavía te quiero. Solo que un día cualquiera me di cuenta que ya no era lo mismo. La única que daba algo en esta relación era yo. Tu solo tomabas lo que se te daba, pero eras incapaz de corresponder. Entonces un día empecé a quererme más yo misma.Y las cosas dejaron de importarme, o de dolerme. ¿Por qué estoy contigo? Te podría decir montones de estupideces solo para lastimarte, como por ejemplo que los dos somos adultos, que necesitamos tener sexo, que necesitamos que la persona sea agradable, se bañe todos los días, tenga buen aliento, no sea promiscuo, no tenga sida, tenga determinada educación, sea delicado, tenga una conversación agradable etcétera, etcétera. Bueno todo eso también, pero realmente yo te veo todos los martes y jueves desde hace años solo para que me abraces. Uno no puede andar por la vida pidiendo que lo quieran, pidiendo que lo abracen. Y nadie te abraza. Y yo necesito que me abracen para continuar viviendo. Yo necesito que me toquen. No me alcanzan los mails, ni los mensajes de celular. Ya casi nadie llama por teléfono, solo mensajes o mails con estúpidas cadenas. Pero yo necesito otro tipo de comunicación. Yo necesito que me sonrían, que me toquen, que me acaricien, que me abracen, y si para eso hace falta tener sexo, bueno, es un precio accesible, y puedo pagarlo.
Cuando ella lo mira a la cara, ve toda su cara bañada en lágrimas, y el abrazo de él es tan enorme que ella lo único que puede hacer es acariciarle la espalda para que sus terribles sollozos se calmen.
viernes, 28 de mayo de 2010
Ruleta Rusa
Ruleta Rusa
Todo empezó, o tal vez debería decir terminó, de una manera totalmente ridícula. Nunca había pisado la rula, un poco por
falta de interés, un poco por tacañería y otro poco por desidia.
O porque nunca antes le habían hecho una invitación formal.
Pero ese viernes la reunión estaba sosa, y había abusado un poco
del whisky.
Alguien en algún rincón de la sala sugirió la salida hacia el casino.
Como la diversión estaba escasa, varias voluntades aceptaron la invitación. El se plegó mansamente a los demás. Ese fue el primer error.
El segundo ocurrió cuando en plena rambla uno de los autos reventó un neumático y tuvo que desertar de la expedición, previa llamada al Automóvil Club.
Alguien a su lado le dijo –“quedate con nosotros hasta que venga el auxilio”.
De hecho no quería ni quedarse a esperar ni ir al Casino, pero los otros eran más y sus gritos apremiándolo a acompañarlos fueron más convincentes.
Cuando finalmente la mitad del grupo llegó, tuvo lugar el tercer inconveniente. No le permitían el acceso sin corbata.
Estaba a punto de hacerle caso a su yo, cuando alguien dijo que tenía una corbata de más en el baúl del coche.
La suerte estaba echada.
La vio apenas entró y ya no le pudo sacar los ojos de encima. Se le pegó como una gata mimosa y su estúpido ego creyó o quiso creer todas las zalamerías de que hizo gala.
Se despertó con dolor de cabeza. Miró el techo y no reconoció las manchas de humedad de uno de los ángulos. Tampoco reconoció la cama.
De un salto estuvo en el piso y tampoco reconoció la moquette gastada.
Levantó el auricular del teléfono y estaba sin línea.
Empezó a recorrer la habitación y salió al corredor. Obviamente era un hotel. Cerró la puerta. La resaca era terrible y no podía recordar absolutamente nada.
Hasta que buscó su billetera en el pantalón.
Cuando hizo el recuento le faltaban la billetera, todas las tarjetas de crédito, el dinero que llevaba y su reloj pulsera.
Mal pudo explicar a la policía quien había cortado la línea del teléfono, así como no tenía dinero para pagar la noche de hotel.
Tuvo que ir a declarar a la comisaría antes de poder hacer la denuncia del robo de las tarjetas.
Más difícil fue explicarle a Alicia, que estaba en Colonia cuidando a su madre recién operada, en que gastó los casi cinco mil dólares de las tarjetas de crédito, que según el estado de cuenta eran en su mayoría de tiendas de mujer.
Todo empezó, o tal vez debería decir terminó, de una manera totalmente ridícula. Nunca había pisado la rula, un poco por
falta de interés, un poco por tacañería y otro poco por desidia.
O porque nunca antes le habían hecho una invitación formal.
Pero ese viernes la reunión estaba sosa, y había abusado un poco
del whisky.
Alguien en algún rincón de la sala sugirió la salida hacia el casino.
Como la diversión estaba escasa, varias voluntades aceptaron la invitación. El se plegó mansamente a los demás. Ese fue el primer error.
El segundo ocurrió cuando en plena rambla uno de los autos reventó un neumático y tuvo que desertar de la expedición, previa llamada al Automóvil Club.
Alguien a su lado le dijo –“quedate con nosotros hasta que venga el auxilio”.
De hecho no quería ni quedarse a esperar ni ir al Casino, pero los otros eran más y sus gritos apremiándolo a acompañarlos fueron más convincentes.
Cuando finalmente la mitad del grupo llegó, tuvo lugar el tercer inconveniente. No le permitían el acceso sin corbata.
Estaba a punto de hacerle caso a su yo, cuando alguien dijo que tenía una corbata de más en el baúl del coche.
La suerte estaba echada.
La vio apenas entró y ya no le pudo sacar los ojos de encima. Se le pegó como una gata mimosa y su estúpido ego creyó o quiso creer todas las zalamerías de que hizo gala.
Se despertó con dolor de cabeza. Miró el techo y no reconoció las manchas de humedad de uno de los ángulos. Tampoco reconoció la cama.
De un salto estuvo en el piso y tampoco reconoció la moquette gastada.
Levantó el auricular del teléfono y estaba sin línea.
Empezó a recorrer la habitación y salió al corredor. Obviamente era un hotel. Cerró la puerta. La resaca era terrible y no podía recordar absolutamente nada.
Hasta que buscó su billetera en el pantalón.
Cuando hizo el recuento le faltaban la billetera, todas las tarjetas de crédito, el dinero que llevaba y su reloj pulsera.
Mal pudo explicar a la policía quien había cortado la línea del teléfono, así como no tenía dinero para pagar la noche de hotel.
Tuvo que ir a declarar a la comisaría antes de poder hacer la denuncia del robo de las tarjetas.
Más difícil fue explicarle a Alicia, que estaba en Colonia cuidando a su madre recién operada, en que gastó los casi cinco mil dólares de las tarjetas de crédito, que según el estado de cuenta eran en su mayoría de tiendas de mujer.
Escollera con nueces y zapatos rotos

Escollera con nueces y zapatos rotos
Los días grises tienen esa suerte de tristeza parecida a la de los atardeceres.
Por eso no me gusta recordar a mi padre esos días.
Sin embargo ayer era un día gris, oscuro y triste, y su recuerdo se me apareció delante de esos papeles que garabateo diariamente.
Justo enfrente de los saldos bancarios estaban sus ojos grises.
Con uno de esos ademanes que tendríamos que saber que son inútiles, traté de tocar su rostro. Por supuesto que no toqué nada y mi mano quedó como suspendida en el aire. Mi cerebro no le debe de haber enviado ninguna contraorden, porque quedó ahí quieta.
Esperando.
Entonces recordé.
Tantas, tantísimas otras veces mi mano había quedado ahí, deseando tocarlo, y se había quedado quieta, Inmóvil.
Al llegar al corte habitual del mediodía, decidí ir hasta la escollera. A él siempre le había gustado pescar en ese lugar, y mi trabajo no quedaba tan lejos. Si bien no estaba vestida para la ocasión, con el tailleur color manteca y esos zapatos muchísimo más elegantes que cómodos, fue un impulso fuerte ir hasta allí.
Tal vez la cercanía de las fiestas, o sus ojos sobre mis papeles, o vaya a saber lo que. El hecho es que llegué a la escollera despertando más de una mirada curiosa y alguna que otra grosería, pero ni me importaron las miradas, ni las groserías, ni mucho menos lo que estaban sufriendo los benditos zapatos altos en aquel lugar tan poco apropiado. Había unos cuantos pescadores para ser mediodía, pensé. Aunque en verdad tampoco tenía ningún parámetro de comparación. Nunca había ido a la escollera un día de semana, y menos a mediodía.
El hombre me llamó la atención. No sé si fueron sus manos, diestras para abrir aquella caja de madera manchada por los años, o la forma y paciencia con que manejaba la tanza y los anzuelos que tenía prolijamente ordenados por tamaños. Tal vez fue lo corpulento que era, o aquel camperón de cuero que había conocido varios inviernos, o sus zapatos, gastados pero de buena calidad.
Como pude me senté a su lado. La pollera corta no me impidió acomodarme con las piernas colgando hacía el oleaje. Casi me río pensando en las consecuencias que podría tener que se me cayera un zapato al agua. Me imaginé el camino de retorno a la oficina, oliendo a pescado y con un zapato solo en las manos.
El hombre volvió su cara hacia mi y me miró.
Estuvo largo rato contemplando mi cara, luego sus ojos bajaron a mis manos y se detuvieron un rato. Por último miró de reojo mi pollera y mis zapatos “al tono”, y volvió a mi rostro.
Fue entonces que dijo: “-Ya veo que recibiste mi mensaje. Solo a vos se te ocurriría venir este lugar vestida como estás. Tu despiste sigue siendo el mismo”.
Lo miré incrédula. Este diálogo no es real, pensé. Esto no está pasando.
Sin embargo, y para mi asombro le contesté: “-Y que querías, que fuera hasta casa a cambiarme. Vos estás jubilado, pero yo no”.
El sonrió y dijo “Nunca te quedaste callada”.
Luego preguntó: “Estás bien?”. Le contesté: “Hago lo que puedo”. Fue lo último que dijo. Miró su caña que estaba haciendo señas inequívocas de que algo había “picado”.
Se concentró en lo que estaba haciendo como si yo no existiera, pero de pronto su mano agarró la mía y la apretó fuerte. Luego la soltó.
Entonces fue mi mano la que tomó la suya. No hubo ni siquiera un minuto de duda. Tomé aquella mano y la acaricié.
Y no se por qué vino a mi memoria una mesa con mantel blanco, con nueces almendras y avellanas. Pensé, se me pasó el 8 y todavía no hice el árbol. Hoy sin falta lo hago.
Cuando miré a mi lado no había nadie. Busqué con la vista pero no encontré ni rastros del camperón, ni de la cajita. Nada.
Como pude me levanté y empecé el camino de retorno.
Creo que sentí una voz cascada que decía: “La gente se chifla desde joven. Mirá sino, venir así vestida y ponerse a hablar sola”.
Me vino un acceso de risa, pisé mal y vi que uno de los tacos se había separado lastimosamente del zapato. Ya no pude controlar las carcajadas. Me lo saqué y con pinta de ejecutiva en desgracia comencé a caminar con un pie calzado y el otro descalzo hacia la ciudad de cemento.
Seguía riéndome
Los días grises tienen esa suerte de tristeza parecida a la de los atardeceres.
Por eso no me gusta recordar a mi padre esos días.
Sin embargo ayer era un día gris, oscuro y triste, y su recuerdo se me apareció delante de esos papeles que garabateo diariamente.
Justo enfrente de los saldos bancarios estaban sus ojos grises.
Con uno de esos ademanes que tendríamos que saber que son inútiles, traté de tocar su rostro. Por supuesto que no toqué nada y mi mano quedó como suspendida en el aire. Mi cerebro no le debe de haber enviado ninguna contraorden, porque quedó ahí quieta.
Esperando.
Entonces recordé.
Tantas, tantísimas otras veces mi mano había quedado ahí, deseando tocarlo, y se había quedado quieta, Inmóvil.
Al llegar al corte habitual del mediodía, decidí ir hasta la escollera. A él siempre le había gustado pescar en ese lugar, y mi trabajo no quedaba tan lejos. Si bien no estaba vestida para la ocasión, con el tailleur color manteca y esos zapatos muchísimo más elegantes que cómodos, fue un impulso fuerte ir hasta allí.
Tal vez la cercanía de las fiestas, o sus ojos sobre mis papeles, o vaya a saber lo que. El hecho es que llegué a la escollera despertando más de una mirada curiosa y alguna que otra grosería, pero ni me importaron las miradas, ni las groserías, ni mucho menos lo que estaban sufriendo los benditos zapatos altos en aquel lugar tan poco apropiado. Había unos cuantos pescadores para ser mediodía, pensé. Aunque en verdad tampoco tenía ningún parámetro de comparación. Nunca había ido a la escollera un día de semana, y menos a mediodía.
El hombre me llamó la atención. No sé si fueron sus manos, diestras para abrir aquella caja de madera manchada por los años, o la forma y paciencia con que manejaba la tanza y los anzuelos que tenía prolijamente ordenados por tamaños. Tal vez fue lo corpulento que era, o aquel camperón de cuero que había conocido varios inviernos, o sus zapatos, gastados pero de buena calidad.
Como pude me senté a su lado. La pollera corta no me impidió acomodarme con las piernas colgando hacía el oleaje. Casi me río pensando en las consecuencias que podría tener que se me cayera un zapato al agua. Me imaginé el camino de retorno a la oficina, oliendo a pescado y con un zapato solo en las manos.
El hombre volvió su cara hacia mi y me miró.
Estuvo largo rato contemplando mi cara, luego sus ojos bajaron a mis manos y se detuvieron un rato. Por último miró de reojo mi pollera y mis zapatos “al tono”, y volvió a mi rostro.
Fue entonces que dijo: “-Ya veo que recibiste mi mensaje. Solo a vos se te ocurriría venir este lugar vestida como estás. Tu despiste sigue siendo el mismo”.
Lo miré incrédula. Este diálogo no es real, pensé. Esto no está pasando.
Sin embargo, y para mi asombro le contesté: “-Y que querías, que fuera hasta casa a cambiarme. Vos estás jubilado, pero yo no”.
El sonrió y dijo “Nunca te quedaste callada”.
Luego preguntó: “Estás bien?”. Le contesté: “Hago lo que puedo”. Fue lo último que dijo. Miró su caña que estaba haciendo señas inequívocas de que algo había “picado”.
Se concentró en lo que estaba haciendo como si yo no existiera, pero de pronto su mano agarró la mía y la apretó fuerte. Luego la soltó.
Entonces fue mi mano la que tomó la suya. No hubo ni siquiera un minuto de duda. Tomé aquella mano y la acaricié.
Y no se por qué vino a mi memoria una mesa con mantel blanco, con nueces almendras y avellanas. Pensé, se me pasó el 8 y todavía no hice el árbol. Hoy sin falta lo hago.
Cuando miré a mi lado no había nadie. Busqué con la vista pero no encontré ni rastros del camperón, ni de la cajita. Nada.
Como pude me levanté y empecé el camino de retorno.
Creo que sentí una voz cascada que decía: “La gente se chifla desde joven. Mirá sino, venir así vestida y ponerse a hablar sola”.
Me vino un acceso de risa, pisé mal y vi que uno de los tacos se había separado lastimosamente del zapato. Ya no pude controlar las carcajadas. Me lo saqué y con pinta de ejecutiva en desgracia comencé a caminar con un pie calzado y el otro descalzo hacia la ciudad de cemento.
Seguía riéndome
viernes, 14 de mayo de 2010
Grandulón
Fue en una de mis tantas visitas al campo, donde lo conocí.
Había tenido que viajar a la estancia de los Elizalde por la firma de unos papeles.
Los hijos nunca habían sido una maravilla, mas bien todo lo contrario. Mientras vivió el matrimonio la cosa se aguantó, pero el mismo día que metieron el cajón del viejo en el panteón, empezaron las peleas.
El peor fue siempre Fernando, que hasta quiso pedirle la parte a la pobre vieja viuda, el mismo día del velorio.
Saltó sobre el auto con una furia total, mostrando los dientes.
A pesar de que siempre me gustaron los animales, este realmente logró conmocionarme.
Era un tremendo perro negro, enorme, y sus ojos eran casi rojos.
-¿Rogelio, le dije al capataz, de donde salió este animal?.
-Bueno, me dijo- este bicho es malo de alma.
-Era del patroncito Fernando, que lo crió malo como él.
-“Diablo”, le puso de nombre, porque es cruza con lobo.
-Como el patroncito se fue para Montevideo, y el animal es intratable, le preguntamos que hacíamos con el.
-Ud. sabe como es Fernando. Si no quería a sus padres, menos iba a querer a un perro mestizo, a pesar de haberlo criado. Maténlo, mandó decir.
-Pobre animal, si hubiera tenido otro dueño, otro hubiera sido su destino.
Pero ya ve. Hoy va a venir el veterinario a ponerle la inyección.
Me quedé pensando en las palabras del capataz, y le dije –avíseme cuando llegue el veterinario.
Todo el protocolo que iba a hacer, me llevó como dos horas, y después me quedé a almorzar.
Sobre las tres de la tarde, salí a la galería a tomarme el café que no había tomado dentro.
Me senté, prendí un cigarrillo, y ahí nomás apareció el perro con cara de pocos amigos.
Ahora no ladraba. Se sentó a cinco metros y me miró. Nos miramos.
Y de repente me acorde del zorro de “El Principito”.
“Si quieres ser mi amigo tienes que domesticarme. Tienes que venir todos los días a la misma hora. Uno es responsable de lo que domestica”.
Entonces empecé a hablarle. No me sabía “El principito” de memoria ni mucho menos, pero le dije en voz bien fuerte:
-¡Perro! Te voy a contar una historia, pero estate bien atento porque te va la vida en ello.
Y le hablé, le hablé y le hablé por más de dos horas. De hecho nunca supe que le dije. Solo hablé con él o conmigo mismo, pero hablé.
El perro empezó a acercarse reptando. No se había parado. Solo avanzaba de a poco sobre su barriga.
Cuando estaba a un metro de distancia, empezó a mover la cola.
Se sobresaltó con la bocina del veterinario.
-¡Perro!, le grité, no te muevas.
Quedó petrificado donde estaba.
Conocía al veterinario hacia muchos años, y cuando me vino a saludar me dijo:
-¿Seguís rescatando animales?.
-Hago lo que puedo, le dije.
Mirando al pobre perro negro, me dijo:
-Lástima de animal, pero con este no vas a tener suerte. No quiere a nadie.
-Quien sabe, le dije. Capaz que es al revés.
-Déjelo, yo me voy a hacer cargo de él.
-¿Estás seguro?
-Si llego a tener algún problema, se lo llevo para que termine lo que venía a hacer.
-Suerte muchacho, dijo cuando volvió a subirse a la camioneta.
-Miré al perro, y le dije en voz más baja pero enérgica:
-¿Oíste Perro?. Vas a aprender a ser buena gente, o vas a dejar de ser buena gente.
-Otra cosa, no me gusta ese nombre que te pusieron, y no te voy a llamar toda la vida Perro, así que ahora cuando yo diga Grandulón, venís enseguida.
Me paré y empecé a caminar.
El perro estaba quieto donde lo había dejado.
Cuando había avanzado diez metros, y estaba de espaldas le grité:
-¡Vení, Grandulón!.
Eso fue hace diez años. Grandulón todavía está conmigo.
Cada vez que voy al campo lo llevo. El veterinario no puede ni creer que sea el mismo perro.
Hasta el cura del pueblo me dijo:
-Muchacho, que hiciste, ¿lo exorcizaste?.
- No, Padre, este muchachón tenía un problema de personalidad. No le gustaba el nombre que le habían puesto.
Había tenido que viajar a la estancia de los Elizalde por la firma de unos papeles.
Los hijos nunca habían sido una maravilla, mas bien todo lo contrario. Mientras vivió el matrimonio la cosa se aguantó, pero el mismo día que metieron el cajón del viejo en el panteón, empezaron las peleas.
El peor fue siempre Fernando, que hasta quiso pedirle la parte a la pobre vieja viuda, el mismo día del velorio.
Saltó sobre el auto con una furia total, mostrando los dientes.
A pesar de que siempre me gustaron los animales, este realmente logró conmocionarme.
Era un tremendo perro negro, enorme, y sus ojos eran casi rojos.
-¿Rogelio, le dije al capataz, de donde salió este animal?.
-Bueno, me dijo- este bicho es malo de alma.
-Era del patroncito Fernando, que lo crió malo como él.
-“Diablo”, le puso de nombre, porque es cruza con lobo.
-Como el patroncito se fue para Montevideo, y el animal es intratable, le preguntamos que hacíamos con el.
-Ud. sabe como es Fernando. Si no quería a sus padres, menos iba a querer a un perro mestizo, a pesar de haberlo criado. Maténlo, mandó decir.
-Pobre animal, si hubiera tenido otro dueño, otro hubiera sido su destino.
Pero ya ve. Hoy va a venir el veterinario a ponerle la inyección.
Me quedé pensando en las palabras del capataz, y le dije –avíseme cuando llegue el veterinario.
Todo el protocolo que iba a hacer, me llevó como dos horas, y después me quedé a almorzar.
Sobre las tres de la tarde, salí a la galería a tomarme el café que no había tomado dentro.
Me senté, prendí un cigarrillo, y ahí nomás apareció el perro con cara de pocos amigos.
Ahora no ladraba. Se sentó a cinco metros y me miró. Nos miramos.
Y de repente me acorde del zorro de “El Principito”.
“Si quieres ser mi amigo tienes que domesticarme. Tienes que venir todos los días a la misma hora. Uno es responsable de lo que domestica”.
Entonces empecé a hablarle. No me sabía “El principito” de memoria ni mucho menos, pero le dije en voz bien fuerte:
-¡Perro! Te voy a contar una historia, pero estate bien atento porque te va la vida en ello.
Y le hablé, le hablé y le hablé por más de dos horas. De hecho nunca supe que le dije. Solo hablé con él o conmigo mismo, pero hablé.
El perro empezó a acercarse reptando. No se había parado. Solo avanzaba de a poco sobre su barriga.
Cuando estaba a un metro de distancia, empezó a mover la cola.
Se sobresaltó con la bocina del veterinario.
-¡Perro!, le grité, no te muevas.
Quedó petrificado donde estaba.
Conocía al veterinario hacia muchos años, y cuando me vino a saludar me dijo:
-¿Seguís rescatando animales?.
-Hago lo que puedo, le dije.
Mirando al pobre perro negro, me dijo:
-Lástima de animal, pero con este no vas a tener suerte. No quiere a nadie.
-Quien sabe, le dije. Capaz que es al revés.
-Déjelo, yo me voy a hacer cargo de él.
-¿Estás seguro?
-Si llego a tener algún problema, se lo llevo para que termine lo que venía a hacer.
-Suerte muchacho, dijo cuando volvió a subirse a la camioneta.
-Miré al perro, y le dije en voz más baja pero enérgica:
-¿Oíste Perro?. Vas a aprender a ser buena gente, o vas a dejar de ser buena gente.
-Otra cosa, no me gusta ese nombre que te pusieron, y no te voy a llamar toda la vida Perro, así que ahora cuando yo diga Grandulón, venís enseguida.
Me paré y empecé a caminar.
El perro estaba quieto donde lo había dejado.
Cuando había avanzado diez metros, y estaba de espaldas le grité:
-¡Vení, Grandulón!.
Eso fue hace diez años. Grandulón todavía está conmigo.
Cada vez que voy al campo lo llevo. El veterinario no puede ni creer que sea el mismo perro.
Hasta el cura del pueblo me dijo:
-Muchacho, que hiciste, ¿lo exorcizaste?.
- No, Padre, este muchachón tenía un problema de personalidad. No le gustaba el nombre que le habían puesto.
Justino
Justino
La alegría del pobre viejo era contagiosa.
Yo me pregunte varias veces de donde saldría ese espíritu casi infantil.
Cuando se reía su boca desdentada temblaba y todo su cuerpo se sacudía.
Era peón de la estancia de los Arregui.
Supo tener mujer, pero hacia años que la había enterrado junto a los deseos de tener dos o tres negritos juguetones.
Tampoco eso se le dio.
Dedico toda su vida al patroncito Andrés, que –entre nosotros era un mal bicho-, y aunque lo había visto nacer, le había enseñado a caminar y a montar a caballo, nunca logro que le dijera Justino. O tío Justino, o negro Justino.
Siempre lo llamo Negro.
Vení, Negro, ensillame el tordillo, Negro. Cebame unos mates, Negro.
Cuando se puso más viejo, la diabetes le trajo de regalo una ceguera.
Todos pensamos que Justino no duraría.
Pero no, nos equivocamos.
El negro sobrevivió a su mujer, a sus hermanos y a sus patrones.
El patroncito Andrés ya no le pedía nada, porque como decía: - “Este negro de mierda ya no sirve ni pa’ cebar un mate”.
Pero Justino pasaba sus días en la estancia y todo el que lo conocía no podía entender que lo mantenía vivo.
No tenia familia, no tenia sueldo porque ya no podía trabajar, no tenia ojos que le recordaran el cielo azul, el amarillo de los maizales, o la sonrisa de su mujer, pero el negro siempre estaba riendo.
Cuentan que un día Facundo, el yerno de Arregui, que le tenia aprecio al viejo, quiso sonsacarle algo.
-Justino, le dijo. ¡Que maravilla de hombre!. ¿Cómo hace para estar siempre tan contento?.
- Fácil m’hijo. Tengo mis memorias.
Facundo miro un largo rato a Justino, antes de preguntar:
-¿Que memorias son esas Justino?
El viejo, que hacia años que tenía ganas de hablar, de que alguien le preguntara algo, de recordar en voz alta, respondió:
-M’hijo, vos te acordas de tu niñez, de tus abuelos, de la primera vez que fuiste a la escuela, de tu primera novia. De todas tus primeras veces.
Yo me acuerdo de mucho más.
Me acuerdo de la vez que estaba esperando a la finadita –mi mujer- sabes.
Estaba solo, sentado en unos troncos en el monte.
Pero en realidad no estaba solo.
Estaba el silencio, la luna redonda, las ramas que se movían con el viento, y todos mis sueños de futuro.
¡Vaya si era un negro soñador!.
Dispués el destino se encarga de bajártelos de un hondazo, pero en aquel momento, uno era joven, era fuerte y se creía que esa primavera del alma iba a durar para siempre.
Con la finadita –que en paz descanse y Dios la tenga en la Gloria- nos gustaba salir a caminar a la hora de la siesta.
Caminábamos y caminábamos, y nos entreteníamos mirando colibríes, churrinches, benteveos y mariposas.
A la finadita le encantaban las mariposas.
Las negras y amarillas, las blancas, pero las que mas le gustaba eran las azules.
Esas grandes –viste- con los bordes de las alas plateadas.
Ahora no preciso cerrar los ojos para verla correr.
Todavía la veo corriendo, con las trenzas negras flotando, riéndose, persiguiendo siempre mariposas azules.
Aun siento el perfume de aquellas tardes de siesta.
Aun escucho el aleteo de las mariposas.
Y sueño todas las noches con ella.
Llamándome. Riéndose y llamándome entre risas.
-Vení Justino. Vamos a correr mariposas.
Facundo quedo tan maravillado con las palabras de Justino, que decidió que tenía que hacer algo, cualquier cosa, para ayudar al viejo.
Se acordó entonces que en el Hospital de Tacuarembó tenia aquel amigo oftalmólogo que tantos éxitos había tenido devolviéndole la luz a los que estaban a oscuras, y que además le debía muchos favores.
Ni siquiera le consulto a Justino sobre si a el le gustaría intentar recobrar la vista.
Dio por hecho que su deseo de hacer la buena obra del día alcanzaba y justificaba su intención.
Solo le dijo al viejo:
-Justino, la semana próxima prepárate que nos vamos pa’Tacuarembó.
Justino hacia años que no salía de la estancia –parte por su ceguera, parte por su vejez, pero sobretodo por no tener adonde ir ni que hacer en otro lugar, pero no deseando contradecir al Facundo, solo dijo:
-Lo que vos digas, muchacho.
Lo que paso después fue muy lento, pero rápido de explicar.
El Dr. Barrios era tan bueno como la fama que tenia, y la ceguera de Justino causada por una diabetes no de nacimiento, sino ya cuando rondaba los cincuenta, no fue ni siquiera un desafío parta el medico.
Como el Dr. Barrios solo le debía favores a Don Facundo, ni se molesto en hablar con Justino para explicarle la operación y mucho menos para decirle que había ido todo bien.
Solamente le dijo a Facundo: -El viejo quedara de maravillas en unos días.-
Ya de vuelta en el pago, Facundo informo a Justino que las vendas que tenia en la cara debían permanecer dos semanas, que pasaron volando.
El día esperado, Facundo llevó al viejo al casco de la estancia, y lo hizo sentar en el salón grande, donde todos, incluido el mal bicho del patroncito Andrés, esperaban la sorpresa que les había adelantado Facundo.
¿-Que es tanto alboroto?, dijo Justino al sentir las voces y los cuchicheos de la gente que lo rodeaba.
-Nada Justino. Es que vamos a sacarte esas vendas.
Cuando Facundo se puso a cortar las gasas, el viejo empezó a temblar.
-Tranquilo, negro, que te tenemos una sorpresa.
Cuando finalmente le sacaron la ultima gasa, el salón estaba apenas iluminado, recomendación del medico.
Justino abrió los ojos, recorrió la habitación y los volvió a cerrar instintivamente al tiempo que lloriqueaba, - no entendiste nada m’hijo-.
Lo único que me quedaban eran mis recuerdos. Y mis recuerdos no son estos.
Mi recuerdo de este salón era el olor de los jazmines y la patrona llamándome para que alimentara a las gallinas, o a los chanchos.
Mi recuerdo era el patroncito Andrés buen mozazo y con 20 años, mi recuerdo era de otra vida en que fui feliz.
-Para que quiero yo esta luz en los ojos, cuando ya no se que hacer con ella.-
La alegría del pobre viejo era contagiosa.
Yo me pregunte varias veces de donde saldría ese espíritu casi infantil.
Cuando se reía su boca desdentada temblaba y todo su cuerpo se sacudía.
Era peón de la estancia de los Arregui.
Supo tener mujer, pero hacia años que la había enterrado junto a los deseos de tener dos o tres negritos juguetones.
Tampoco eso se le dio.
Dedico toda su vida al patroncito Andrés, que –entre nosotros era un mal bicho-, y aunque lo había visto nacer, le había enseñado a caminar y a montar a caballo, nunca logro que le dijera Justino. O tío Justino, o negro Justino.
Siempre lo llamo Negro.
Vení, Negro, ensillame el tordillo, Negro. Cebame unos mates, Negro.
Cuando se puso más viejo, la diabetes le trajo de regalo una ceguera.
Todos pensamos que Justino no duraría.
Pero no, nos equivocamos.
El negro sobrevivió a su mujer, a sus hermanos y a sus patrones.
El patroncito Andrés ya no le pedía nada, porque como decía: - “Este negro de mierda ya no sirve ni pa’ cebar un mate”.
Pero Justino pasaba sus días en la estancia y todo el que lo conocía no podía entender que lo mantenía vivo.
No tenia familia, no tenia sueldo porque ya no podía trabajar, no tenia ojos que le recordaran el cielo azul, el amarillo de los maizales, o la sonrisa de su mujer, pero el negro siempre estaba riendo.
Cuentan que un día Facundo, el yerno de Arregui, que le tenia aprecio al viejo, quiso sonsacarle algo.
-Justino, le dijo. ¡Que maravilla de hombre!. ¿Cómo hace para estar siempre tan contento?.
- Fácil m’hijo. Tengo mis memorias.
Facundo miro un largo rato a Justino, antes de preguntar:
-¿Que memorias son esas Justino?
El viejo, que hacia años que tenía ganas de hablar, de que alguien le preguntara algo, de recordar en voz alta, respondió:
-M’hijo, vos te acordas de tu niñez, de tus abuelos, de la primera vez que fuiste a la escuela, de tu primera novia. De todas tus primeras veces.
Yo me acuerdo de mucho más.
Me acuerdo de la vez que estaba esperando a la finadita –mi mujer- sabes.
Estaba solo, sentado en unos troncos en el monte.
Pero en realidad no estaba solo.
Estaba el silencio, la luna redonda, las ramas que se movían con el viento, y todos mis sueños de futuro.
¡Vaya si era un negro soñador!.
Dispués el destino se encarga de bajártelos de un hondazo, pero en aquel momento, uno era joven, era fuerte y se creía que esa primavera del alma iba a durar para siempre.
Con la finadita –que en paz descanse y Dios la tenga en la Gloria- nos gustaba salir a caminar a la hora de la siesta.
Caminábamos y caminábamos, y nos entreteníamos mirando colibríes, churrinches, benteveos y mariposas.
A la finadita le encantaban las mariposas.
Las negras y amarillas, las blancas, pero las que mas le gustaba eran las azules.
Esas grandes –viste- con los bordes de las alas plateadas.
Ahora no preciso cerrar los ojos para verla correr.
Todavía la veo corriendo, con las trenzas negras flotando, riéndose, persiguiendo siempre mariposas azules.
Aun siento el perfume de aquellas tardes de siesta.
Aun escucho el aleteo de las mariposas.
Y sueño todas las noches con ella.
Llamándome. Riéndose y llamándome entre risas.
-Vení Justino. Vamos a correr mariposas.
Facundo quedo tan maravillado con las palabras de Justino, que decidió que tenía que hacer algo, cualquier cosa, para ayudar al viejo.
Se acordó entonces que en el Hospital de Tacuarembó tenia aquel amigo oftalmólogo que tantos éxitos había tenido devolviéndole la luz a los que estaban a oscuras, y que además le debía muchos favores.
Ni siquiera le consulto a Justino sobre si a el le gustaría intentar recobrar la vista.
Dio por hecho que su deseo de hacer la buena obra del día alcanzaba y justificaba su intención.
Solo le dijo al viejo:
-Justino, la semana próxima prepárate que nos vamos pa’Tacuarembó.
Justino hacia años que no salía de la estancia –parte por su ceguera, parte por su vejez, pero sobretodo por no tener adonde ir ni que hacer en otro lugar, pero no deseando contradecir al Facundo, solo dijo:
-Lo que vos digas, muchacho.
Lo que paso después fue muy lento, pero rápido de explicar.
El Dr. Barrios era tan bueno como la fama que tenia, y la ceguera de Justino causada por una diabetes no de nacimiento, sino ya cuando rondaba los cincuenta, no fue ni siquiera un desafío parta el medico.
Como el Dr. Barrios solo le debía favores a Don Facundo, ni se molesto en hablar con Justino para explicarle la operación y mucho menos para decirle que había ido todo bien.
Solamente le dijo a Facundo: -El viejo quedara de maravillas en unos días.-
Ya de vuelta en el pago, Facundo informo a Justino que las vendas que tenia en la cara debían permanecer dos semanas, que pasaron volando.
El día esperado, Facundo llevó al viejo al casco de la estancia, y lo hizo sentar en el salón grande, donde todos, incluido el mal bicho del patroncito Andrés, esperaban la sorpresa que les había adelantado Facundo.
¿-Que es tanto alboroto?, dijo Justino al sentir las voces y los cuchicheos de la gente que lo rodeaba.
-Nada Justino. Es que vamos a sacarte esas vendas.
Cuando Facundo se puso a cortar las gasas, el viejo empezó a temblar.
-Tranquilo, negro, que te tenemos una sorpresa.
Cuando finalmente le sacaron la ultima gasa, el salón estaba apenas iluminado, recomendación del medico.
Justino abrió los ojos, recorrió la habitación y los volvió a cerrar instintivamente al tiempo que lloriqueaba, - no entendiste nada m’hijo-.
Lo único que me quedaban eran mis recuerdos. Y mis recuerdos no son estos.
Mi recuerdo de este salón era el olor de los jazmines y la patrona llamándome para que alimentara a las gallinas, o a los chanchos.
Mi recuerdo era el patroncito Andrés buen mozazo y con 20 años, mi recuerdo era de otra vida en que fui feliz.
-Para que quiero yo esta luz en los ojos, cuando ya no se que hacer con ella.-
Suscribirse a:
Entradas (Atom)