jueves, 15 de noviembre de 2012

Balcones

Balcones Nunca supe por qué los balcones ejercían esa especie de fascinación sobre mi. Me encantaba caminar por las calles de Montevideo mirando balcones, y buscando alguno que no conociera. Eran balcones de otras épocas, unos redondeados y de piedra, otros de hierro forjado, algunos con aplicaciones de bronce, otros con arabescos. Símbolos de otros días en que había más espacio y el buen gusto le ganaba a economizar metros. Hoy los balcones son cuadrados o rectángulos sin ninguna personalidad. El balcón que recuerdo más era uno enorme sobre la calle Agraciada, cuando mis padres se mudaron por primera vez. Papá me levantaba, giraba y me hacía un avioncito. A mamá le daba miedo que jugara a eso en un balcón del piso 13. Fue en uno de esos balcones donde pasó el primer incidente. Yo era una niña y vivía en un apartamento sobre una avenida importante, donde había mucho tránsito. Pasaban omnibuses, camiones, autos y taxis y siempre había ruido y bocinas. Había ido hasta el kiosco que había enfrente para comprar una cartulina negra que me habían pedido en el colegio, y cuando volví la vi. Era Adriana. Tenía 15 años y dos hermanas. Sus padres estaban separados y la madre había viajado a Buenos Aires. Ese sábado maldito Adriana se había subido al espléndido balcón de nuestro edificio y había saltado. Yo la vi en el suelo, con un charco oscuro alrededor, y el portero del edificio me hizo entrar por la puerta principal para evitar que siguiera mirando aquella mariposa con las alas quemadas. Adriana se había disfrazado de mariposa para un festival del liceo, y capaz que había intentado volar. Más tarde me asomé y vi al portero persiguiendo la sangre seca del piso con la manguera. Años más tarde me mudé y por un tiempo me olvidé del tema. Cuando tenía diecisiete años me mudé a otro barrio tan ruidoso como el anterior. Cuando visité el apartamento por primera vez antes de que mis padres lo compraran, lo primero que hice fue salir al balcón. Era precioso. No muy grande pero el hierro forjado con los detalles en bronce le daban un aire majestuoso, como decían en aquel entonces. Precioso edificio. Precioso balcón. Nunca conocí a nadie de ese edificio, ya que era un apartamento por piso y mis horarios nunca coincidieron con los de los otros vecinos, salvo la señora de los gatos. Ella vivía en el piso dieciséis, y yo veía sus gatos cada vez que me asomaba. Debía tener más de quince. Un buen día, una de las gatas más viejas tratando de atrapar una paloma que se había apoyado en el marco de la ventana, saltó al vacío. Milagrosamente no se hizo nada importante. Estuvo desaparecida unos días, supongo que del susto que tendría, y la encontraron maltrecha pero viva. El único daño permanente que sufrió fue que quedó medio descalabrada, pero aún así vivió muchos años más y seguía intentando cazar palomas. Toda una sobreviviente. El tiempo pasó y me casé. Mientras los niños fueron chicos vivimos en casa. No se si fue un deseo oculto, pero creo que no quise arriesgarme a nada. Cuando entraron a la Universidad, por comodidad volvimos a vivir en apartamento. Esta vez no muy alto, pero era un pent house con terrible terraza de barandas metálicas blancas. Nunca tuve demasiada pasión por las plantas, pero había algunas macetas que el dueño anterior había dejado, y ahí habían quedado. En una de ellas que estaba sobre el pretil con el vecino hizo nido una paloma torcaza. No sé cuantos pichones tenía en total, pero con la última tormenta de agosto, cayó la maceta al piso y yo poco pude hacer. A la mañana encontré dos pajaritos aún emplumando en el piso, oscuros y fríos como la muerte. Me dio lástima la pobre torcaza pero no la pude encontrar. Quedé viuda justo a tiempo, para no tener la urgencia de tirarme o tirar a alguien del balcón. Las personas nos ponemos grandes y nuestra tolerancia se esfuma, así que a veces le tenía muy escasa paciencia al difunto. Se había vuelto cascarrabias y solo abría la boca para decir que le dolía algo. Solo quejas. Unicamente quejas. Hoy estoy muy mayor y me cansan las personas tontas. Me cansa casi todo el mundo que abre la boca para decir estupideces. Todos los viejos hablan pavadas. Mi vecina del sexto piso viene a visitarme muy seguido. Le gusta mi balcón y mis plantas, y se apoltrona por horas para hablar de enfermedades, de gente que se murió, de prótesis y de gases y divertículos. Hasta dejé de escuchar la radio, porque los viejos se creen impunes para decir pavadas. Creo que les debe gustar escucharse. Ahora me acuerdo de aquel viejo charlatán que mi abuelo escuchaba todos los mediodías. Mi abuela no lo soportaba, pero mi abuelo decía que era un charlatán pero que lo divertía mucho. Ahora está el tema de la porquería de twitter. Todos escriben estupideces, y se juntan otros estúpidos como seguidores. Todos necesitan su cuota de fama, o de que alguien los conozca o los reconozca o simplemente los escuche. Y yo ya no quiero escuchar a nadie. Muchas veces no soporto el tono de voz de mi vecina. Otras, cuando la veo apoltronada en mi balcón hablando cosas que no le importan a nadie, me vienen a la mente cosas raras y sacudo la cabeza ahuyentándolas. Pero siempre vuelven, igual que mi vecina.

El aljibe

El aljibe Aún hoy me veo jugando rayuela sobre aquel tablero de ajedrez que era el inmenso patio de la casa de La Aguada. Era lo único que se podía hacer en la casa de abuelita. Cuando observo los cuadros de Medina, con los zaguanes y las puertas con visillos de voile blanco labrado y la luz entrando por las banderolas, me veo con zapatitos de charol y medias blancas con puntillas saltando sobre las baldosas blancas y negras. La abuelita era una mujer baja y flaca, siempre vestida de negro, con el pelo blanco enrollado en un rodete apretado sobre la nuca, unos ojitos oscuros detrás de lentes diminutos que cabalgaban sobre la filosa nariz, y siempre con un delantal con peto. Las manos muy huesudas bajaban el balde con la roldana en el famoso manantial. También había un aljibe, y para mi los dos eran exactamente iguales, dos torres redondas de donde se sacaba agua. Para abuelita decir eso era una blasfemia. El agua del manantial se podía usar para tomar, en cambio la del aljibe solo se usaba para lavar aquellos interminables patios. Además el aljibe tenía ruidos. La única vez que le dije a papá que sentía voces en el aljibe, me miró raro, y por casi un año no volví a la casa de la abuelita. Nunca vi una mascota en aquella casa, aunque a veces casi podría jurar que sentía maullidos lastimeros. No le dije nada a papá. La casa de la Aguada era una especie de zaguán largo y ancho que llegaba hasta el fondo, donde estaban la cocina, el estar, y dos baños, uno grande con bañera de cuatro patas, el otro casi una letrina. Una escalera daba a un altillo enorme. A ambos costados del zaguán salían varios dormitorios ciegos, y dos patios descubiertos. También había un sótano lleno de cosas viejas. Siempre me aburría y las veces que mi curiosidad había invadido los cajones de las cómodas y mesitas de luz de la casa, la abuelita con cara muy dura decía “niña pícara y bandida”. Papá insistía en llevarnos todos los domingos, y yo insistía en revolver cajones. No había abuelo en aquella casa. Era una casa con secretos . Cada vez que pasaba cerca del aljibe había ojos que estaban al acecho. Levantaba la vista porque siempre me sentía observada. A veces no veía a nadie, otras veces eran los ojos miopes de mis tías tras los lentes, otras solo la sensación de acecho. También me veo sobre un carro con caballo, lleno de verduras, el del verdulero que pasaba todos los días, como si fuese la reina del carnaval de las lechugas. En nochebuena, en uno de los cuartos ciegos, siempre el mismo, mis tías armaban un pesebre gigantesco. También el tema de la religión era recurrente, y vivían rezando el rosario. No había primos, y cuando llegaron era demasiado tarde. Un abismo de distancia. Pero el aljibe seguí gritando y yo me hacía la sorda. Los primos empezaron a crecer. Yo no les tenía mucha paciencia, porque eran chicos, molestos y me hacían cuidarlos. El varón era muy miedoso, así que me vengaba como podía y los tenía asustados de que si se portaban mal, el viejo que vivía en el aljibe y que siempre gritaba se los iba a llevar. La vida transcurría placentera. Yo iba a la escuela, y ya estaba en sexto y mis primos imberbes tenían cuatro y seis años. A veces con un poco de suerte, papá me llevaba a la Estación Central, viajábamos en tren, y compraba maníes calentitos. Yo adoraba ese olor. Hoy los hago en el microondas, y no queda el mismo aroma, pero ya nada es lo mismo. Una de las últimas veces que fui a la casa de La Aguada, solo por aburrimiento, ya que los contenidos de los cajones de todas las mesas de luz, y de todas las cómodas habían sido cuidadosamente revisados, les propuse a los niños chicos ir al sótano. Esa tarde no había nadie en la casa, porque la abuelita y las tías habían ido a rezar el Rosario a la parroquia, y papá estaba hablando en el patio del manantial con un tío viejo, hermano de la abuelita que debía de tener como cien años. Yo no me acercaba a ese viejo. La única vez que me acerqué, me había llamado para ofrecerme un caramelo, pero me tocó las piernas y la bombacha. No le dije nada a papá. Se hablaba poco en esa casa. Uno de mis primos, le había contado a su madre de mis amenazas sobre el viejo que vivía en el aljibe y me habían llamado para preguntarme que cosas les estaba metiendo en la cabeza a los niños, y papá me había suspendido la mesada en castigo, así que cuando entramos al sótano yo estaba muy enojada. No sabía cual de mis dos primos chicos había sido el buchón, pero yo sospechaba que había sido el varón que era una marica miedosa y llorona. La niña era más chica y muy quejosa, pero no era ni miedosa ni llorona. El sótano estaba en una semi penumbra. Nos pusimos a revisar todo lo que encontramos. Había cajas viejas llenas de polvo con montones de fotos en blanco y negro, muchas de niñitos desnudos con el culito al aire sobre almohadones oscuros. Se hablaba poco en aquella casa. Las tías cosían y bordaban y la abuelita cocinaba comida gallega que a mi no me gustaba, pero se hablaba poco o nada, y toda aquella gente se miraba de reojo. Cuando estábamos en lo que supongo sería la pared lindera al aljibe, un olor raro invadió la habitación y empezaron las voces, los gritos y los maullidos. Mi primo el marica empezó a gritar que yo estaba haciendo todo aquello para asustarlo, y la nena chica se me pegó a la pierna derecha y me agarró la mano. Yo no dije nada. Sentía el olor a podrido y los gritos y los maullidos y el llanto de un niño, pero ahí no había nadie. Estaba aterrada tratando de que el mocoso dejara de llorar mientras que la otra me apretaba la pierna y no me dejaba casi caminar. Les hice señas de que se callaran y empecé a caminar hacia la salida. Cuando estaba casi trepando la escalera se nos cayó encima una caja, y se desparramó todo lo que había. Como pude empecé a colocar todo en su lugar, cuando un recorte de diario con la foto del aljibe de la casa de La Aguada llamó mi atención. Tomé el recorte muy viejo escrito en un color sepia, el aljibe era el mismo. Arriba de todo decía “Tragedia familiar en La Aguada. Niño se ahoga tratando de rescatar un gatito que había encontrado en la calle, al ver a su madre arrojarlo al aljibe”. Dejé el recorte dentro de la caja, y sosteniendo a mis dos primos salimos del sótano. No le hablé a papá del recorte de diario. Se hablaba poco en esa casa. Después de eso volví una o dos veces más, pero empecé a mirar a la abuelita con miedo, y tampoco quería que se me acercara el viejo que ofrecía caramelos. Nada era lo que parecía. Hoy ni papá, ni la Estación Central ni mi primo el llorón están más. Las tías estaban recluídas en una casa de salud, y me enteré que hace poco una de ellas falleció con 95 años. La otra padece un alzheimer galopante, pero las enfermeras cuentan que cada tanto grita desesperada, —Mamá andá a buscar de vuelta a mi hermanito y al gato, que los siento llorar.

miércoles, 25 de abril de 2012

Crónicas reales

Crónicas reales – El Rey, los infantes y el elefante Como tantas otras coronas europeas, la familia Borbón quedó exiliada en Portugal luego del triunfo de la república en 1931. El golpe de estado del Generalísimo Franco en 1936 fue un antes y un después para España que iniciaría su terrible guerra civil, durante la cual murió el famoso poeta Federico García Lorca, aunque no por sus ideas políticas, sino por razones que a la España pro nazi de Franco le resultaban inaceptables. El futuro del rey Juan Carlos, fue definido en un yate el 25 de agosto de 1948. El príncipe tenía apenas 10 años. Su padre, Juan de Borbón, el heredero de la corona, en el exilio desde 1931, estaba empecinado en regresar al país y recuperar el trono. En ese momento la familia real vivía en Portugal. Tuvo que negociar con el general Franco, quien no tenía un hijo varón a quien heredarle el poder. Por eso, en aquel encuentro entre los dos hombres, el dictador puso su condición: o Juan de Borbón mandaba al príncipe a estudiar a España, o se tendría que ver en la necesidad de asignar el poder a otra familia real. Juan de Borbón entregó a su hijo. Así comenzó el estrecho vínculo entre Franco y el príncipe Juan Carlos. El primero veló por su educación militar y tuvo con él una cercanía parecida a la de un padre. El segundo se mantuvo fiel al régimen militar hasta la muerte del dictador. Juan de Borbón veía diluirse su oportunidad de regresar algún día a ocupar el trono que por sangre le correspondía. Se rumoraba que planeaba desheredar a su hijo mayor, hubo también quien fue más allá y pensó, como Amadeo Martínez Inglés –ex militar español y escritor–, que este hecho influyó en la muerte del príncipe Alfonso, de apenas 14 años, quien recibió un balazo en la cabeza, catalogado como “accidental”, disparado por su hermano, el príncipe Juan Carlos, con una pistola regalo del Gral. Franco. El principe Juan Carlos tenía 18 años y hacía un año que había ingresado a la escuela militar, por lo que el uso de las armas debía de serle familiar. Hasta el día de hoy, el rey nunca se ha pronunciado en público por este hecho. Este fatalidad podría catalogarse de infanticidio. Joder. Juan Carlos Alfonso Víctor María de Borbón y Borbón-Dos Sicilias, príncipe de España y Sofía Margarita Victoria Federica, princesa de Grecia y Dinamarca, se casaron el 14 de mayo de 1962 en Atenas. Hubo tres ceremonias: un casamiento civil, uno por la Iglesia Católica y otro por la Ortodoxa Griega. De esa unión nacieron tres hijos, las infantas Elena y Cristina, y Felipe, príncipe de Asturias. Los años pasaron, Franco murió, y a su muerte, Juan Carlos Alfonso Víctor María de Borbón y Borbón-Dos Sicilias fue nombrado, Juan Carlos I rey de España. El rey Juan Carlos I marca un antes y un después en la historia española. Cuando le fue heredado el poder, la expectativa sobre su actuar recaía en que ejercería las políticas franquistas. Pero no. Una vez en el trono dio un golpe de timón hacia la democracia. Redujo sus propios poderes y legalizó a los partidos políticos. Disolvió a las Cortes españolas y llamó a un referendo nacional para integrar la nueva Constitución. Después del nefasto Generalísimo, y de la llegada de la democracia, se vino lo que en aquella época se llamó el destape español. Dicen las malas lenguas que con ese destape, también se destapó la vida sexual del monarca. Antes los trapitos sucios de las monarquías se lavaban en casa, pero con el devenir de los tiempos, el Internet, facebook y twitter, nadie puede ni siquiera tirarse una cana al aire, sin que se entere el resto del mundo. Joder. De los tres hijos del rey, la poco agraciada infanta Elena, se casó con el igualmente poco agraciado Duque de Lugo, Don Jaime de Marichalar, de quien se divorció quince años después. De ese matrimonio nacieron dos hijos. El primogénito, Felipe Juan Froilán, se dispararía una escopeta de perdigones en un pie, mientras practicaba tiro al blanco en casa de su padre, justo cuando su real abuelo jugaba a los safari en Botswana y se caía de la cama fracturándose la cadera. Joder. La infanta Cristina se casaría también con el ex jugador de pelota vasca Iñaki Urdangarín , quien actualmente estaría siendo investigado por posible uso de los dineros públicos y tráfico de influencias. Ella se ha declarado argentina en todo este asunto, pero le están investigando dos de sus cuentas bancarias, las que tendrían ingresados dinerillos non sanctos. Joder. Nunca le tuve ni afecto ni animosidad al rey Juan Carlos, pero si me complació mucho aquel episodio jocoso, cuando cansado de ver que el obtuso bolivariano interrumpía sistemáticamente a Zapatero en su discurso en uno de esas cumbres iberoamericanas, el rey le espetó muy suelto de cuerpo, por que no te callas. Exquisito. Supongo que su estatura real, lo privó de decirle el mentado gilipollas. Pero lo mandó a callar. Joder. Ahora su mea culpa a causa del escandalete de su excursión a Botswana, su operación de cadera, la sociedad ambientalista que preside desde 1968 lo sacará del cargo de presidente honorario por razones obvias, se suma la tercera en discordia que lo acompañaba en la cacería, la princesa plebeya Corinna zu Sayn-Wittgenstein, 28 años menor que Juan Tenorio. Según la periodista catalana Pilar Eyre, autora del libro La soledad de la Reina, doña Sofía no comparte el lecho matrimonial con el rey desde el año 1976, fecha en que lo encontró con las manos en la masa, o mejor dicho en otra damisela. . Doña Sofía tiene su suite privada en el primer piso del palacio real y Don Juan en el segundo. "Lo siento mucho, me he equivocado. No volverá a ocurrir", dijo Juan Carlos tras ser dado de alta de un hospital de Madrid. Lo que no tenemos muy en claro si lo que no volverá a ocurrir serán las cacerías o las infidelidades, pero el rey ya tiene 74 años. Y con los tornillos en su cadera no cree esta cronista que el monarca esté en condiciones ni de dar el salto del tigre, ni tampoco del ropero. Y ahora aquí , con el pasaporte rojo de la Unión Europea en las manos, pienso en las estúpidas corridas de toros, las encerronas de San Fermín, las tomatadas, los naranjazos, y todos esos festejos estúpidos, y en esta triste monarquía española, y me digo joder, tantos años de historia y no han aprendido nada.

lunes, 21 de noviembre de 2011

Cosas de niños

—Todos los viejos tienen las manos parecidas, dijo Elena.

Yo la miré y no entendí a que se refería.

Ella agregó, —Si, no te fijaste, todos los viejos tienen las manos huesudas y con manchas marrones. Siempre que veo viejos les miro las manos para poder recordar a mi abuela cuando me acariciaba el pelo. Extraño eso. Algunas veces tengo ganas de pedirle a alguna vieja que me acaricie el pelo, pero va a pensar que estoy loca.

Cuando Elena se fue, todo un torbellino de recuerdos me golpeó como si hubiera chocado contra un muro. El abuelo Alejandro tenía las manos huesudas y con dedos largos. En aquella época, cuando me hacía las trenzas, o las colas de caballo prolijísimias, sin ningún pelito fuera de lugar, nunca temblaban. Empezaron a temblar después, cuando aquel maldito Parkinson hacía que cuando sostenía el diario le bailotearan las letras de lo que leía.

Tenía una práctica enorme para peinarme aquellos pelos largos hasta la cintura, sin jamás tirarme, y creo que todavía no habían inventado la crema de enjuague. Super prolijo para revisarnos las manos, las orejas y detrás de las orejas. Pasaba revista de si nos habíamos bañado, y cepillado los dientes. También era muy severo con los uniformes, con los zapatos lustrados y con los cuellos y puños de las camisas bien blancos. Las manos del abuelo eran las primeras que veía en la mañana al levantarme, y las últimas al arroparme para dormir.

Las manos también pellizcaban bajo la mesa cuando nos reíamos en en el almuerzo o cuando demorábamos horas con la sopa. Ya me parecía a Mafalda en aquella época. Detestaba la sopa y la podía tener servida horas. La miraba como si mirándola se fuera a terminar sin haberla probado. No había caso. La que odiaba más era la de verduras, con todas aquellas cosas flotando. Yo empezaba a poner trozitos de puerro, apio, zapallo y lo que tuviera aquella nefasta sopa en los bordes del plato hondo, y trataba de cargar en la cuchara solamente aquel líquido turbio e intomable. Por suerte, una de mis hermanas era como Pocha Morfoni, y cuando el abuelo estaba distraído se comía todo lo que yo dejaba. Cuando el abuelo estaba atento, volvía al plato todas aquellas verduras que yo muy metódicamente acomodaba en los bordes. Creo que el abuelo se hacía el distraído. El sabía que yo nunca me podría haber comido aquellas verduritas en un abrir y cerrar de ojos, se hacía el distraído y debía reirse por las trampitas de las nietas. La abuela decía, ojalá que cuando tengas hijos te salgan tan macacos como vos, así vas a ver que trabajo que dan los niños cuando no quieren comer. Todo transitaba sobre ruedas hasta el momento en que el abuelo se enfermó.

La abuela dejó de venir porque se quedaba en su casa a atender al abuelo, y nosotros íbamos los sábados a almorzar. Nos obligaban a dormir la siesta, y yo siempre me escapaba. Nunca pude dormir la siesta, y menos escuchar los ronquidos del abuelo.

Mi pelo empezó a ser el tema recurrente de conversación de mi madre quien no había heredado el don de la paciencia que tenía el abuelo, y día tras día rezongaba con que el pelo se enredaba, que el pelo estaba muy largo, que ella no tenía tiempo de sentarse a hacerme las trenzas, que nunca quedaba prolija, y toda una sarta de idioteces. Tenía una distinta para cada día, aunque a veces repetía la canterola de la semana anterior. Y como tanta letanía tenía algún motivo, un día me llevó a la peluquería para solucionar el problema de raíz.

Con el correr de los días mi rabia se fue disipando, y cuando ya estaba casi resignada a mi nueva imagen, apareció en el barrio la gordita antipática que era prima de una de mis amigas, y tenía un pelo largo que le llegaba más allá de la cintura.

La gordita siempre había sido muy envidiosa, pero aquel día estaba haciendo el papel del hada malvada solo porque mi pelo rubio era más largo y más lindo que el de ella, así que solo por hacer daño me dijo –Así que te cortaron el pelo. Acusé el golpe pero no dije nada. Más tarde, ya de noche estábamos haciendo una fogata, y empecé a quemar un pedazo de madera. No creo que en ese momento tuviera alguna mala idea en mente, pero la estúpida vaca gorda volvió a hacer otro comentario acerca de mi corte de pelo. Cuando vi que la punta de mi madera estaba al rojo vivo, la saqué y descuidadamente la apoyé en el hombro de la gordita, como quien marca ganado. Los gritos por la brasa que había saltado y le había quemado el hombro fueron terribles. Nunca supo que había sido yo, pero tampoco nunca más volvió a molestarme.

Con el tiempo mi pelo fue acariciado por otras manos, por las manos de otros hombres, que se metían en la melena y la tiraban hacia atrás como hacía el abuelo, o simplemente se acurrucaban en la nuca, o acariciaban el cabello detrás de las orejas, y yo me dejaba acariciar como una gata mimosa.

Hoy cuando Elena hizo el comentario de las manos de los viejos, creo que por primera vez me di cuenta que la rabia inmensa y la agresión a la gorda no habían sido por el corte de pelo. Era algo mucho más íntimo e intenso. Era saber que las manos huesudas y de dedos largos del abuelo Alejandro ya no volverían a tocarme.

sábado, 6 de agosto de 2011

Gestos corporales

Sin querer me acordé de Sabina, porque el portazo de Adriana sonó como un signo de interrogación. Marta levantó la vista del papel que estaba leyendo y miró la puerta. Después me miró a mi y muy teatralmente como le gusta a ella, arqueó un ceja en señal de pregunta. Solo una. No se si era su don natural poder arquear una sola ceja, o si lo había estado ensayando durante años, cuando le había dado por ingresar al teatro.Yo decidí no responder a las señas corporales, por perfectas que fueran. Si quería preguntar algo que lo hiciera. Ya me tenían medio hartas Adriana con los portazos y Martha con los arqueamientos de cejas. Ni que decir de mamá con sus razonamientos, que se parecían más bien a un tratado sobre la cría y apareamiento del ornitorrinco en cautiverio. Media hora más tarde volvió a entrar Adri como un perro miedoso, con la cola entre las patas. Vino directamente hacia mi, y me dijo:
—Vos debés haber disfrutado cuando el estúpido de Rodolfo dijo lo que dijo. Debe de haber sido una perla más para tu corona.
Yo me miré las uñas, y no quise contestarle, pero Martha, que siempre está metiendo cizaña, esta vez estaba de mi lado, y le dijo, —¿Y se puede saber que dijo el estúpido de Rodolfo?. Porque los que dicen las estupideces siempre son los demás, pero vos en vez de mandarlos a la mierda, siempre venís aquí a buscar culpables.
—No es así, dijo Adri. Rodolfo es un estúpido, pero esta, y me miró de reojo, le debe de haber dado motivos. Y después pone cara de santita.
.—¿Y?. El estúpido de Rodolfo hace un comentario desafortunado, y estúpido, porque no puede sustraerse a su esencia, y vos culpás a tu hermana?.
Adriana me miró con rabia, miró también a Martha, y le dijo —Vos siempre estás defendiendo lo indefendible. Mamá que estaba leyendo en el living, se acercó a nosotras y dijo, —Bueno Adrianita, no le vas a hacer caso de las gansadas que dice tu novio, si todos sabemos que es de medio pelo para abajo, un terraja total como dice tu hermano Germán. La cara de Adriana era un poema. Yo recién entonces salí de mi letargo, me paré y me dirigí a la cocina. Voy a hacerme un cafecito, dije, alguien quiere que le haga algo?.
Mamá dijo —Prepará té para todas.
Martha se sentó en el sofá del estar, abrió la cartera y sacó el paquete de cigarrillos. Mamá empezó con sus ufffffffffff, dejá esa porquería, nos vas a envenenar a todos. Martha se levantó, abrió la puerta de la terraza, y volvió a entrar. Prendió su cigarrillo y exhaló el humo muy despacito por la boca.
Yo miraba -como hago siempre con mi cara de ambiguedad- mientras ponía el agua a hervir, y abría la lata del café.
Preparé las tazas para el té, cargué la cafetera con agua.
Adriana se acercó despacio y cuando estaba muy cerca de mí, me dijo en voz baja:
—Vos lo debés de estar disfrutando.
Yo la miré desde algún lugar que no era aquella cocina, y le dije:
—Yo disfruto de otras cosas, no de estos puteríos de familia. Si no te bancás las estupideces que dice tu novio, dale una buena patada en el culo, o hacé como dice Sabina, abandonalo como se abandonan los zapatos viejos.
—Pero él dijo que..
—Y a quien carajo le importa lo que dice Rodolfo, solo a vos. Así que si no te podés fumar las estupideces que dice, mandalo a la mierda. Haceme caso. No es para vos.
—Ah, como si vos supieras que es lo mejor para mi. Siempre quisiste estar por arriba mío. Siempre la señorita era la más linda, la más lista, la más buena, la señorita perfecta.
—Mirá Adrianita, la que siempre fue amante de las tablas es Marthita, así que no me vengas a hacer escenas de la pobre cenicienta con sus hermanas malvadas.
—Y por qué me meten a mi en este entierro- dice Martha. Adriana no está del todo equivocada, vos qué sabés si ese estúpido no es para ella, justo vos, la preferida…

—A ver si se dejan de cotorrear las tres, tercia mamá. Aquí siempre fueron todas iguales…

Adriana empieza a aplaudir, —Gracias madre por tu discurso de las democracias, pero vos, y nadie mejor que vos sabe de los privilegios que tenía la señorita, hasta aquel penoso episodio del liceo… hasta eso le pasaron por alto.

—A ver si se dejan de decir estupideces, les digo a todas, no se si lo dice Sabina pero yo me hago cargo de todo lo que hice y dije en el pasado. Absolutamente de todo, hasta cuando tuve que acompañar a Adriana a… —Callate dice Martha, siempre la hiciste sufrir, y no te vengas a embanderar con la única vez que la acompañaste cuando… —¿Qué está pasando aquí? A donde te acompañó tu hermana Adriana?, pregunta mamá.Yo me doy cuenta que dije una estupidez, y le digo —Son cosas de nosotras mami. Cosas de hermanas. Nos salva el chillido de la caldera indicando que el agua estaba hirviendo.El té fue un intermedio.Pero algo más que la lata de café se había destapado.

Cuando estoy llevando las tazas a la pileta, Martha vuelve a encender un cigarrillo, mamá repite su perorata de que te estás matando y nos estás matando a todos, Adriana se me acerca y dice—Espero que no vuelvas a mencionar que me acompañaste a vos sabés donde, porque no lo podría soportar, hace años que quiero olvidarme de eso, y justo hoy lo traés… —Perdoname, cuando me siento perseguida, siempre tiro mierda. Pero no puedo soportar a esta altura del partido, cuando todas somos unas veteranas, que me vuelvan a decir que hace veintidós años tres minutos y cincuenta y seis segundos, le clavé una aguja a la desgraciada de Martha. Sí carajo, se la clavé, porque la muy atorranta me había leído la carta que le había escrito a Agustín, y después fue y la escribió en el pizarrón, y me hizo ganarme el odio de todos, incluso de Agustín, cuando en realidad, yo le escribí la carta en un momento de rabia, pero nunca se la iba a entregar entendés. Como cuando una habla sola, con el espejo, podés putear a voluntad, pero después la gente civilizada se queda en el molde. Pero ella hizo que me odiara medio colegio.

—¡Pero se la clavaste en una vena!!! —Sí, en aquella época todavía no sabía bien diferenciar venas de arterias. Mi idea original era otra. —Estás cada vez más loca, me dice. —Si estar cada vez más loca es haberme aguantado los celos de todas ustedes durante todos estos años, si estoy loca, pero no fui yo quien participó activamente de la caza de brujas que vos sabés como terminó.
—No quiero que toques ese tema. Ya sabés como nos afecta a mamá, y a nosotras…
—¿De que estás hablando?, dice mamá que su sordera es parecida a las lágrimas del cocodrilo.
—No hay peor sordo que el que no quiere oir, yo soy la mala de la película, pero para mí Uds. son las tres brujas de la historia, aunque después vengan y recen el rosario y treinta y cinco padrenuestros y veinte avemarías y sesenta y cuatro gloria a dios y también el kyrie eleison. Todavía me acuerdo de las clases de latín, lengua muerta, como esta maldita familia.

—No, nena, vos estás equivocada, o agrandando las cosas. Lo que pasó no fue culpa de nadie. Nosotras no provocamos que Carmen hiciera lo que hizo. Fue un accidente. —No nos podés culpar a nosotras, dice Martha aplastando el pucho de su cigarro en la planta de potus. Mamá la ve, saca el pucho de la maceta y lo tira en la bolsa de nylon donde guardan toda la basura. —Cada cual sabe lo que hizo. Yo no soy ninguna santa, pero todas saben que en la caza de brujas de Carmen, solo estuvieron ustedes tres, así que o terminamos esta conversación hoy y para siempre, incluyendo al estúpido de Rodolfo, o empezamos un nuevo juego de ajedrez. Yo elijo las negras.

viernes, 3 de junio de 2011

Mujeres de Negro - Parte III

Yo, él y las tres de negro

Soy Sonia, y desde hoy soy viuda. En realidad mi viudez tiene más de dos años. Creo que empezó el día que a Enrique le diagnosticaron un cáncer. El no me lo dijo, pero me llamó el médico de la familia, y comentó que le había dado la noticia y que había desaparecido. Aunque para mi Enrique estaba desaparecido mucho antes de que le encontraran el cáncer.
Para mi, Enrique se terminó cuando él dejó de sentir. No es que no sintiera amor, no sentía nada, Era una planta muerta. Dejaron de importarle su trabajo, sus hobbies, sus amigos, sus gustos. Cuando nos conocimos estudiaba abogacía, y tenía tantos planes, tantas ganas de cambiar el mundo, tantas ganas de hacer cosas. Pero el tiempo, las cosas pre-establecidas, las instituciones, la burocracia, los políticos y en definitiva las personas, lo empezaron a minar. Cada día un poquito más. Todos los días le iban sacando un pedacito de su espíritu de guerrero, hasta que un día no quedó nada. Y con el tiempo dejó de interesarle hasta el automovilismo que era lo único que además de sus ganas de cambiar al mundo, lo apasionaba. La música también lo apasionaba, pero había dejado de tocar el piano hacía años, y solo era un mero oyente de melodías.

Y cuando perdió la pasión, también me perdió. Yo lo amaba porque era un hombre apasionado en el sentido más amplio de la palabra. Cuando perdió su pasión yo me fui también. Me empecé a interesar en el arte, que era una pasión mía dejada de lado en la adolescencia, porque del arte no se come, empecé a pintar, y a exponer, y cada vez me fui alejando un poquito más. Vivíamos juntos, pero dejamos de ser pareja. Un día no quise compartir más mi cama con él, y de a poco empecé a amoblar el dormitorio que era de los varones y cuando estuvo todo pronto me mudé. Ninguno de los dos tocó el tema.
Habíamos tenido un matrimonio muy, pero muy apasionado, pero cuando él se empezó a secar, a aceptar cosas inaceptables, a defender casos indefendibles, a hacer la vista gorda en cosas importantes, yo dejé de reconocerlo. No era la persona que yo había elegido. Era otro. Traté de plantearlo en varias ocasiones, pero siempre tenía un “solo es hasta que me instale yo solo”, “solo es hasta que los chicos terminen sus estudios”, y una larga serie de etcéteras. Eso sí, teníamos una agitadísima vida social, conciertos, galas en la ópera, ballet, vernissages, avant-prémier, casamientos, cumpleaños de quince, velorios, cenas de camaradería, cenas con amigos, reuniones con los rotarios, presentaciones de libros, bautismos, y hasta primeras comuniones. Todo un combo de salidas para olvidar que erámos como marionetas bailando al son de un titiritero. Creo que no había un solo día en que no tuviésemos al menos un compromiso social. Un sábado llegamos a tener un bautismo en la mañana, y dos casamientos, uno en un haras al medio día, y el otro en una bodega sobre las 8 de la noche. Yo estaba más que repodrida con tanta salida, pero él insistía que eran compromisos importantes. Creo que cuando se enteró que estaba enfermo empezó a beber más de la cuenta. Yo seguía pintando, exponiendo y conociendo gente. Supongo que él también. Creo que mi pintura cambió, para mejor. Y él cada vez se parecía más al retrato de Dorian Gray.

Y un buen día de mañana, se sintió mal, llamamos a la emergencia, vino la ambulancia y lo llevó al sanatorio. Y ahí se terminó todo. Vino una túnica blanca totalmente anónima para decir que había sufrido un paro cardio-respiratorio y que a pesar de que intentaron reanimarlo, no había respondido. Creo que ese momento sentí lástima. No se si lástima o dolor, o una mezcla de las dos cosas. Lástima por él, por mi, por lo pudo haber sido mejor. Pero ya no estaba. Y no le había dicho adiós. Ni siquiera nos despedimos.
Les avisé a los chicos que estaban estudiando en España y EE.UU. y acordamos de velarlo cuando ellos llegaran.
Llegó el día y si bien detesto vestirme de negro, decidí que después de todo el tailleur negro era en verdad muy elegante, aunque la falda era rabona, pero las medias negras podían disimular un poco.
Nunca me gustaron los velorios de cuerpo presente, pero mis cuñados insistieron, y yo no quise contrariarlos. Siempre pensé que a las personas hay que recordarlas riendo felices, y no tiesas y con un color grisáceo en un cajón forrado de raso blanco capitoneado.

Sobre media tarde, y cuando ya había llegado todo el mundo, sus amigos y empleados del estudio, los vejestorios de los rotarios, sus conocidos del automovilismo, sus amigos políticos, los colegas y toda la familia, incluyendo los chicos que habían llegado a mediodía y estaban molidos del viaje, se hizo un silencio en la sala. Yo miré y vi en la puerta a tres mujeres vestidas de negro. Era casi totalmente previsible quienes eran. Podría haber pensado que papelón, pero no. Dentro de todo fue un toque bizarro y gracioso. Como una especie de mezcla de sainete con tragicomedia. Y yo siempre cultivé el humor negro. Después del shock inicial se sintió como una suerte de expresión de sorpresa, y después un silencio sepulcral. Además estaban las rosas amarillas con la leyenda: “Gracias por los favores recibidos”, firmada por Silvia, Ana y Stella.

Después la más carnosa de las tres, rubia piernuda, con los pelos frizados y lentes se acercó al cajón y besó a Enrique, y algo le susurró al oído. Desde donde yo me encontraba pude sentir aquel perfume dulce, muy dulce y amaderado. Yo lo llegué a usar hacía muchos años, pero era demasiado fuerte para usar de día y en media estación. ¿Cuál de las tres sería?. Decidí apostar a que era Silvia. Luego se acercó la segunda. Alta y grande también pero más disimulada. Con una elegancia muy sensual. Vi con curiosidad que le acariciaba las manos, los dedos y las muñecas. Supuse que era una caricia habitual entre ellos. Dudé sobre cual de las dos sería, si Ana o Stella, pero me arriesgué por Ana. La tercera demoró en acercarse. Al final lo hizo, pero antes me miró directamente a los ojos. Era distinta, más delicada, con un vestido negro cortísimo y unos tacos de 12 cms.. Le sonreí, y quedó medio en shock. Después me devolvió una intensa sonrisa, se acercó al cajón y lo miró un rato largo, y luego con su dedo índice recorrió su cara muy despacito, desde la frente hasta el mentón.
Las caras de los rotarios eran un poema. En realidad había mucha gente que estaba totalmente descolocada con aquella situación. Se me acercaron mis hijos, y me preguntaron quienes eran. Yo los miré, sonreí y les dije —Muchachos, ya somos todos grandes. Son amigas de papá que lo vinieron a despedir. Los tres se quedaron con la boca medio abierta. Yo realmente estaba disfrutando toda la situación.

Después me acerqué al terceto que estaba en un rincón, y les dije —Hola chicas, soy Sonia, y las besé a las tres. Estuve apostando a cual sería cada una, y veamos si no me equivoqué. Cuando se presentaron, Miss Piernas resultó ser Silvia, la del medio Ana, y la flacucha de las piernas largas del final Stella. Hasta en eso había embocado. Era toda una señal.
Supongo que ninguno de los presentes entendía nada de nada. Ni los colegas, ni los fanáticos de los fierros, ni los políticos, ni los amigos, ni los chupamedias de siempre.
Hasta las tres mujeres quedaron descolocadas.

Capaz que habían imaginado a una viuda matrona, vieja, arrugada, y que les iba a hacer el tal escandalete invitándolas a retirarse. Yo me quedé contenta de que por lo menos sus últimos años conviviendo con el cáncer estuvo acompañado. Chapeau Enrique.
Te lo merecías. Y entonces me acordé del poema de Amado Nervo:
¡Vida, nada me debes! ¡Vida, estamos en paz!

Después que todo volvió a la normalidad, les dije, —Supongo que las flores amarillas las mandaron Uds.. Son mis preferidas. Y el mensaje, realmente inefable.

Después, como restándole importancia, comenté —El velorio es hasta las 20 horas, y se reabre mañana a las 9 de la mañana para ir al cementerio. Si no tienen nada mejor que hacer, podemos salir a tomar unas copas y despedir al Enrique como se merece.

Las grandota casi se ahoga tratando de tragarse la carcajada. Las otras dos me miraron perplejas, y a las 20 y 15 después de despedir y abrazar a todos y cada uno de los presentes, las cuatro mujeres de negro nos fuimos juntas taconeando fuerte.
Sonia y las tres mosqueteras.

Mujeres de Negro - Parte II

Yo y ellas tres

No se cuando empezó todo esto, o mejor dicho cuando terminó.
Creo que fue ese día en que me desperté, y cuando me quise incorporar para levantarme me sentí mal, me caí, y de ahí solo recuerdo las corridas en mi casa, y los gritos, y llamá al SEM, o al SUAT o a la UCM, alguien sabe de donde es socio papá, nadie sabe nada en esta casa. Y después vinieron los enfermeros y me pusieron una mascarilla, y yo no sentía las manos. Se que me pincharon el brazo y que sentía hormigueos en los pies, pero era como si no tuviera manos. Después todo pasó muy rápido. La ambulancia corría con la sirena prendida y yo veía las luces en el techo y después llegamos, y estaba en una camilla que circulaba por los corredores de mármol blanco muy lustroso y de nuevo las luces del techo de una sala donde hacía mucho frío y toda aquella gente vestida de blanco que hablaba despacito, y solo les veía los ojos atrás de un gorro y un tapabocas verde. Después hay un vacío. No me acuerdo de nada, y ahora que me despierto no reconozco donde estoy, pero tampoco me puedo parar para mirar. Estoy acostado boca arriba, pero no me puedo mover ni abrir los ojos.

Siento voces. Más que voces es un solo murmullo que no puedo distinguir, como si muchas personas hablaran pero desde lejos, y también siento un olor a flores que me está mareando un poco.

De pronto el murmullo se apaga, y siento una exclamación como de sorpresa. Después solo el silencio. Un rato después el olor de flores se desdibuja, queda pálido ante un perfume que reconocería desde el mismísimo infierno. Es el perfume de Silvia. Pero no puede ser que Silvia esté aquí. ¿Cómo podría?. Y entonces siento el perfume más fuerte, y alguien que se inclina sobre mi, me besa en la mejilla y me dice al oído –“Pensar que el viernes pasado estabas enterito y mirate ahora”. No se que está pasando. Silvia no puede estar en el sanatorio. Debo de estar soñando. Conocí a Silvia hace algunos años. Fue en una fiesta, y era una rubia con un físico imponente. Con los lentes podría haber pasado por una intelectual. Pero se sacaba los lentes y su verdadera personalidad le afloraba. ¿Por qué me involucré con Silvia?. Soy completamente consciente que fui yo quien la buscó. Pero tuvo que ver con algo que me había pasado esa tarde. Yo estaba en una cita con mi médico de cabecera, y ahí mismo y sin anestesia me dio la noticia. —Enrique, tenés un cáncer de colon de rápida evolución. No vas a tener dolores, no te voy a hacer pasar por una operación dolorosísima, porque no tiene sentido, pero empezá a disfrutar de la vida, trabajá menos y divertite más. No quise saber más. Salí del consultorio como corrido por el diablo, y esa misma noche conocí a Silvia. Me gustó que me toreara, porque tuvo más encanto. Me desafió a que consiguiera su teléfono y lo conseguí. Después empezamos a vernos. Siempre supe que Silvia no me quería, pero en definitiva yo era feliz las veces que estaba con ella. Una felicidad corta y efímera, pero felicidad al fin. Silvia me hacía sentir vivo cuando estaba con ella, y para mi era suficiente.

Siento que la persona que está sobre mi se levanta y se aleja. No puedo verla, pero el perfume se va alejando, y vuelvo a marearme con las flores. Es ahí que siento otra presencia. Se que es Ana porque solo ella me acariciaba las manos, los dedos y las muñecas de ese modo. Pero no puede ser. Ana no puede estar aquí. Ana no sabe de Silvia. Ana siempre fue tan… Solo me sale la palabra eficiente, pero ella era mucho más que eficiente. Creo que Ana estuvo enamorada de mi por algún tiempo. No mucho. Supongo que solo hasta conocerme. Pero era una morocha tan veladamente sensual, y cuando venía a mi oficina con aquellos trajes sastre que eran lo anti femeninos, a ella le quedaban como a otra mujer un pantalón blanco transparente y ajustado. Usaba camisas blancas abiertas los primeros tres botones, y yo no podía sacarle los ojos a como alargaba su cuello, a su mentón muy firme, y sus piernas siempre enfundadas en finísimas medias transparentes. Era la antítesis de Silvia. Silvia era la voluptuosidad en su máxima expresión. Ana en cambio era algo totalmente velado. Yo la iba a visitar al banco donde ella trabajaba, y a veces venía ella a mi oficina. Era una excelente profesional, y nunca entreveró lo laboral con lo demás. Un día en mi oficina, no pude aguantar más y me le acerqué por detrás y empecé a besarle y a mordisquearle el cuello, y la oreja. Nunca jamás hubiese imaginado que era de una personalidad tan avasalladora. Tan callada como se mostraba, era una mina increíble en la cama. También con ella supe que no duraría demasiado. Aunque creo que durante un tiempo largo me quiso o por lo menos sintió algo más que el sexo. Estoy casi seguro. Aunque con las mujeres nunca se sabe.
Pero no me arrepiento de ninguno de los momentos que pasé con ella.
Las manos que acariciaban las mías se soltaron como palomas. Después nada.


Creo que cuando mi médico me dio la noticia, me empecé a replantear todo lo que había sido mi vida. Mi matrimonio era una especie de planta, un árbol que se había secado hacía años, y ninguno de los dos quiso verlo, asumirlo, o solucionarlo.
Ni siquiera tenía las raíces podridas. Solo estaba seco y muerto. Erámos únicamente buenos compañeros de vida. Teníamos una vida social agitada. Los tres hijos estaban desperdigados estudiando, dos en España, y el menor en EE.UU. No sé si extrañaban mucho. No llamaban casi nunca. A veces estaban en el chat, y otras veces contaban algo por mail, pero ya no eran niños. Ya hacían su vidas, y nos necesitan poco y nada. Más bien solo pedían dinero cuando les hacía falta, pero solo eso. Tampoco yo estaba muy seguro de extrañarlos.

Mi trabajo que me había apasionado durante años, había dejado de interesarme hacía mucho. Cuando uno es joven se cree Robin Hood y cree que puede cambiar al mundo. Con los años te das cuenta que a Robin Hood lo bajaron de un hondazo, y que la burocracia, la mediocridad y la corrupción son moneda corriente en esta profesión. Y en las demás no debe de ser muy diferente. Y después, un buen día te das cuenta que todo deja de importarte, y que sos un eslabón más de una cadena que no funciona. Un engranaje que no sirve dentro de un mecanismo enfermo.
Todo pasa tan rápido. Era un niño tímido callado y que no tenía demasiados amigos. Hoy soy casi un viejo, y tampoco tengo demasiados amigos. Muchos conocidos, pero amigos, pocos, poquísimos.
Nunca fui un deportista, no me interesaba el football ni el box, ni el básquet, ni el ciclismo. Si me gustaban los fierros, y el automovilismo. Pero a determinada edad todo eso queda atrás, y con suerte te queda sobre la biblioteca alguna copa ganada en algún rally y nada más. Me insistieron en que me metiera en política, pero ya había visto suficiente, como para querer involucrarme en esa otra clase de mugre.

Quiero acordarme que más me gustaba. ¿Que disfrutaba yo de la vida?. Creo que en una época el buen cine, y los libros me atraparon. Pero también quedó atrás.
Lo que sigue maravillándome en el tiempo es la música, con Mozart, Vivaldi, Bach Tchaikowsky, Bethoven y tantos otros. Es poco si uno considera toda una vida. Demasiado poco. Será por eso que empecé a abusar del alcohol. Para no pensar que poco de todo me queda a esta altura. Estoy totalmente arrepentido de no haber fumado nunca un porro. Ni siquiera uno. Si pudiera volver atrás, creo que averiguaría donde conseguirlos, y por lo menos probaría. Ahora me queda solo un poco de música, el alcohol y los recuerdos.

Y ahí fueron que aparecieron Silvia y Ana. No antes. Aparecieron porque yo necesitaba respuestas y porque quería sentirme vivo hasta final.

Ahora me acuerdo de Stella. Creo que desde el inicio la subestimé. Yo ya venía tan cascoteado, con tanta nada en mi vida, que cuando alguien me recomendó para que le tramitara el divorcio, creo que ni siquiera me interesó el caso y lo fui llevando con desidia, sin responsabilidad, sin defender a mi cliente. Era un caso más entre tantos, para que yo siguiera manteniendo aquel estudio caro con alfombras rojas y cuadros de abogados viejos en las paredes.

Así que cuando la cité en un boliche para hablarle de las pretenciones económicas del atorrante del ex marido, un bueno para nada, que no tenía mejor idea que reclamarle la mitad de la herencia personal, ahí fue cuando realmente la conocí.
Me miró con aquellos ojos que tenían tanta vida, rabia y asco contenidos, que hacía que despidieran llamas. Me tiró los papeles en la cara. Era la verdadera estampa de la fierecilla no domada. Qué vida que tenía aquella mujer. Creo que en ese momento supe que necesitaba tenerla. Necesitaba absorber la vitalidad que ella tenía. Quería contagiarme nuevamente de esa pasión en todo lo que hacía. Le prometí un imposible. Pero logré el imposible previo pago de algunos dinerillos al mafioso ex marido. Tenía todavía alguna carta en la manga sobre lo inescrupuloso de Horacio y las matufias escondidas, así que no me salió tan caro. El tipo no lo valía. Ella sí.
Con el testimonio enrollado en una cinta, le mandé un enorme ramo de flores amarillas. Me llamó para agradecer, y la invité a cenar.
Terminamos enredados en una cama redonda donde casi me infarto. La vitalidad y la pasión de Stella eran obviamente para alguien más joven. Igual la seguí viendo. Necesitaba absorber toda esa pasión. Ver si yo podía ser así de nuevo. Como antes.

No se que pensarán ellas, pero creo que lo único que me hizo durar estos años fue la pasión que puse en cada una. Creo que se complementaban las tres, una tenía la voluptuosidad, la otra el misterio y Stella la pasión en todo lo que hacía. Creo que en el fondo ninguna me va a extrañar, pero yo las voy a extrañar a las tres. Solo haberlas conocido hizo que el tramo final valiera la pena de ser vivido.

Otra vez siento con una suave ráfaga de olor de rosas amarillas. Siempre me gustó regalar rosas amarillas. Siento un dedo que recorre mi rostro como solía hacer Stella. ¿Será ella?. Todo esto es tan increíble.

Un rato más tarde escuché una voz desconocida, y el chirrido de algo que se cerraba.
Después todo fue silencio y oscuridad.