viernes, 21 de febrero de 2014

jueves, 16 de enero de 2014

lunes, 25 de noviembre de 2013

Relaciones de colores

El matrimonio de Marta era incoloro, y ella adoraba el color, así que su balcón, su único territorio privado era una especie de invernadero. Cultivaba plantas de interior y de exterior y trataba de conseguir un color uniforme cada año. El año en que cultivó todas las flores rojas fue cuando quedó embarazada. Si bien no era muy coherente el rojo con el embarazo, ella atribuyó la pasión al sentimiento que tenía por la criatura en camino, así que había rosas, claveles, yerberas y alegrías rojas como la sangre. Cuando nació aquel muchachito tan débil, -había pesado 2,100 kilogramos-, su jardín se volvió blanco, y continuó blanco hasta que el chiquilín fue dado de alto tres años después. Recién ahí Marta pudo pensar en colores. Le encantaban los naranjas, rosados, amarillos, todo lo que implicara color le gustaba, y con un bebé sanito empezó a pensar en el azul. Así que su período azul coincidió con el de Picasso. Rodrigo era un muñequito pelirrrojo con unos increibles ojos verdes. Marta pensaba en su próximo período verde cuando los problemas con Rodri empezaron. El día que los peces rojos aparecieron flotando en la pecera, Marta no pensó en Rodri, aunque él estaba junto a la pecera culpando a la gata. La gata nunca se había acercado a los peces, y si lo hubiese hecho, los habría sacado de la pecera y se los hubiese comido. Gatúbela era totalmente predecible. No había sido ella. Marta estuvo mucho tiempo pensando en el asunto y su conclusión no fue muy halagueña cuando al oler el agua de la pecera, hasta las algas se habían decolorado y el olor a hipoclorito era tan intenso que hasta sus ojos se hubiesen decolorado. A partir de ahí empezó a estudiar a Rodri. Un día lo encontró en la cocina tratando de convencer a Gatúbela de que entrara al microondas. Cuando Rodri se dió cuenta de que lo estaban mirando, intentó disimular, pero Marta ya sabía. Gatúbela era muy rápida y Marta se dio cuenta de que cuando Rodri estaba cerca, ella desaparecía. Como estaba castrada, Marta tampoco temía por su descendencia, pero estaban Pancrasio el cocker spaniel y los loros Agustín y Coca, De a poco Marta empezó a ver sus jardines amarillos, el color del peligro que representaban para sus mascotas. Cada vez que Rodri estaba cerca Marta mandaba a Pancrasio a pasear con los paseadores. Con los loros era más difícil. Aún así Marta trataba que sus años de color bordeaux, no lo afectaran, pero un día cualquiera Marta supo con exactitud que su hijo pelirrojo era un pichón de monstruo. El día que Coca y Agustín desaparecieron, y Pancrasio se acercó a ella todo orinado y temblando fue cuando Marta se enteró qué estaba embarazada. Marta había visto la película “El Resplandor” basada en la novela de Stephen King, y empezó a imaginar a Rodri, enloqueciendo encerrado en un apartamento sobre 18 de Julio. Habló del tema con su marido totalmente incoloro, pero él no había notado nada. Al día siguiente Rodri se levantó y fue a desayunar con su madre. Marta lo miró. Era un muñequito pelirrojo y con unos increíbles ojos verdes. Su bebé. Recién cuando Rodri le preguntó cuando nacería su hermanito, Martha supo que si Rodri estaba ahí no habría ningún bebé. Marta no habia dicho nada de su embarazo y Rodri ya estaba enterado. Marta le sirvió el desayuno. Tostadas con mermelada y manteca. Jugo de naranja, huevos revueltos, y panqueques. Cuando Rodri le dijo que los pericos habían sido un estupendo desayuno fué cuando Marta supo que el café que le serviría a su hijo tendría un poco, pero la cantidad suficiente de cianuro.

La salud de los otros

Nunca, ni en mis más extraños pensamientos se me cruzó por la mente matar a alguien. Hasta que conocí a Gregorio. En realidad tampoco fue en ese momento. Fue mucho, muchísimo tiempo después que la rabia y la impotencia empezaran a darme ideas. Todo empezó cinco años atrás cuando en un baile de facultad mi hija conoció al más encantador de los muchachos, como dirían mis padres al presentárselos unos meses después. Según mis amigas era el príncipe azul. Prolijo, impecable, educado, cariñoso, qué más se podría pedir. Creo que solo su madre lo conocía como realmente era, pero ella no me puso sobre aviso. Pienso que no fue por maldad, o por querer sacárselo de encima. Creo que pensó que él iba a cambiar, o que mi hija iba a hacer que cambiara, pero la gente así no cambia, y yo aunque nadie me hubiese pronosticado nada, tenía aquella sensación desagradable que hacía que cada vez que lo miraba se me cruzaban por la mente las frases “cuando la limosna es grande, hasta el santo desconfía, o nada puede ser tan bueno” Gregorio pronto empezó a mostrar que además de ser un buen estudiante, y una buena compañía tenía celos enfermizos. Empezó muy suave, así que al principio fue casi imperceptible, además todo el mundo le decía a Valeria que lo hacía porque la estaba cuidando. Valeria se cuidó muy bien de que yo me enterara. Ella me conocía y sabía de lo que podía ser capaz. Si bien nunca fui una persona violenta, tenía arrebatos de ira cuando veía alguna injusticia y actuaba en consecuencia. Nunca me consideré Dios, pero estaba convencida que a determinadas personas que andaban paseando sus maldades por este mundo, alguien debía frenarlas. Y yo era una voluntaria entusiasta. Empezó todo en mi niñez con un abusador de gatos al que puse en su lugar con un brazo fracturado. Luego tuve otro episodio en el colegio con un ladroncito de cosas ajenas, al que también tuve que enseñarle a no tocar las cosas de los demás. Por lo menos las mías. También en mi adolescencia me había enfrentado a un golpeador, y casi lo mato. Me pegó una sola vez, pero cuando me iba a asestar el segundo golpe, tomé el cenicero de cristal que estaba atrás mío y se lo estrellé en la cabeza. Afortunadamente intervino mi padre, el tipo quedó internado con conmoción cerebral a causa de un golpe al caerse y nunca más lo volví a ver. Después del evento mi padre me miró fijamente y me dijo que si bien entendía mi causa, no podía ser tan extremista. En aquel entonces papá tenía un taller mecánico, y para canalizar mis rabias interiores me llevó a trabajar con él y me enseñó todos los trucos del metier. Así que mis días y vacaciones las pasaba entre bujías, alternadores, distribuidores, frenos de disco, frenos de tambor, líquido de freno, transmisión y todo lo relativo a los automóviles. Cuando Valeria y Gregorio se casaron no estuve de acuerdo de que se fuesen a vivir a Punta del Este, pero a él le había surgido una muy buena propuesta laboral, y Valeria que trabajaba en un banco podía pedir el traslado. Los veía muy poco, porque solo venían una vez por mes, y las veces que yo intenté ir, siempre tenían algún programa, o se iban al Chuy, o tenían un casamiento, o saldrían a cenar con amigos. Igual hablaba casi todos los días con mi hija, pero de a poco empezó a sonar como apagada, pero si preguntaba nunca le pasaba nada. Estaba cansada, o con mucho trabajo, pero su voz había cambiado. Fue por esos días en que me llamó muy entusiasmada diciéndome que estaba embarazada. A partir de esa noticia no hubo Cristo que me pudiera persuadir de no viajar a Punta del Este. Para evitar pretextos les dije que me quedaría en un hotel donde estaría más cómoda, pero quería estar con ella cuando se hiciese los análisis. Cuando llegué estaba sola, su marido aún estaba trabajando, así que la invité a tomar el té en alguna coqueta confitería del centro de Maldonado. Estaba tan demacrada, y delgada que me preocupé mucho y le dije que un buen chocolate le iba a alegrar el corazón. Dudó un poco. No sabía que iba a pensar Gregorio si llegaba y ella no estaba en la casa. La tranquilicé diciéndole que yo lo llamaría. Así lo hice. Se mostró sorprendido que yo ya hubiese llegado y que me hospedara en un hotel, pero no puso inconvenientes a nuestra salida de mujeres. Valeria se sentó y solo recién cuando nos trajeron las tazas de chocolate caliente, y la empleada se hubo retirado, me miró a los ojos. Estaba distinta, pero ya era una mujer. ­-Hola mami, que suerte que llegaste. Estoy muy cansada con lo del embarazo, y me duermo en cualquier lado. Esta semana tengo varios exámenes pero igual podemos ir a almorzar. -No Vale, iremos a almorzar pero te voy a acompañar a tu médico. Quiso protestar que no, que iba a ir con su marido, pero no le di oportunidad. Yo voy también hijita, estás muy delgada. Quiero conocer a tu ginecólogo, y me quedaré hasta que tengas los resultados. Ni en mis más horribles pesadillas imaginé lo que me tocaría ver. Durante el primer control médico, cuando se tuvo que hacer el análisis de sangre, vi que dudaba, y que no quería que yo entrara en la sala. Como insistí no tuvo más remedio que sacarse el saquito que tenía puesto. Los moretones y golpes desde los hombros hasta las muñecas eran importantes. El practicante la miró y le preguntó si había tenido alguna caída. Ella no respondió. Tenía puestos sus ojos en mi cara. Cuando salimos de la sala le pedí que me acompañara al baño. Entramos, cerré la puerta y le pedí que se desvistiera. Ella sabía que era imposible negarse, así que volvió a sacarse el saco, y luego bajó el cierre de su vestido y lo dejó caer al piso. Todo su cuerpo estaba golpeado. Los hombros, espalda, pecho, estómago, muslos y hasta los glúteos tenían moretones y laceraciones importantes. Traté de que no se me notara, pero una rabia enorme empezó a carcomerme por dentro. No podía ni siquiera creer que el mal nacido hijo de mil putas hubiese siquiera osado poner un dedo sobre mi hija, y no una, sino varias veces, y además tener la habilidad enfermiza de hacerle creer que él actuaba así por causa de ella. Era increíble que la culpable fuese la víctima del agresor. -No es su culpa mami, es la mía, porque siempre me olvido de algo. Casi le pego yo por la estúpida respuesta. No sé a que hija crié, pero no ciertamente a una que justifique a un golpeador. Todas y cada una de las excusas tontas que me dio fueron rebatidas. Solo le hice una pregunta: - ¿Vas a permitirle que también le pegue a tu bebé? Ahí se derrumbó, y estuvo llorando cerca de una hora. Cuando volvimos a la casa, ya mi yerno estaba ahí, aunque en el interin le había mandado diez mensajes de texto preguntándole donde estaba. No le permití responder. Cuando lo miré a los ojos, supo con certeza que yo sabía. No lo dejé ni hablar. Le dije que lamentaba profundamente que mi hija se hubiese casado con un cobarde pegador de mujeres, y que también odiaba el hecho de que mi futuro nieto tuviera tal padre. Que iba a hacer la denuncia en la comisaría, y que esperaba por su bien que se tratara. Le prometí que si alguna vez volvía a tocar a mi hija, esa vez iba a ser la última. Me miró guapeando, y fue ahí que vi cerca de la entrada, en el paragüero un hermoso bastón de su abuelo, con toda la empuñadura de bronce. Mirarlo, tenerlo en la mano y golpearlo en el medio de su estómago fue todo uno. Cuando estaba caído en el piso, lo volví a golpear, esta vez con el pié. Mi hija intentó detenerme. La tomé del brazo y la hice caminar hasta la comisaría más próxima. Pasaron tres años, a Valeria le empecé a ver con regularidad. Si no venía ella -siempre sola- iba yo. Cuando nació Lucía todo hacía pensar que el pasado había quedado atrás. La niña crecía y se ponía cada vez más bonita. Venían ambas dos veces por mes a Montevideo, y yo viajaba los otros dos fines de semana. Nos veíamos las tres. Gregorio nunca era de la partida. Un día cuando Lucía tenía algo más de dos años, se quiso quedar a dormir conmigo en el hotel. Cuando la desnudé para bañarla se tapó los golpes de las piernas. –Fue sin querer abu, yo estaba en la mesa y se me cayó un vaso al piso y papi se enojó. Hice como que aquello era algo sin importancia, y al rato cuando ya estaba tranquila jugando con sus muñecas, le pregunté si su mami también se portaba mal, y si su papi la rezongaba. Ahí dudó. Fue una décima de segundo. Era una niñita que no sabía si hablar o no. Finalmente me dijo que era un secreto que tenía con su mami, y que nadie debía enterarse. Que su papi las quería mucho, pero a veces se ponía nervioso y no sabía bien que hacía. Si bien algunas personas nunca cambian, quise darle una oportunidad, pero la rechazó. Empecé a visitar a Valeria regularmente, y conocer la rutina de sus vidas. También comencé a seguir a Gregorio. Descubrí muchas cosas que a Valeria no le hubiese gustado saber. Gracias a Dios, cuando mi yerno sufrió el terrible accidente automovilístico iba solo en el auto. Según los expertos iba a alta velocidad y le fallaron los frenos Valeria lo lloró, pero no demasiado ni por mucho tiempo, y cuando conoció a Fernando supe que finalmente iba a ser feliz, ya que Lucía lo adoraba. Durante mucho tiempo mi hija me miraba con una pregunta en sus ojos, pero nunca la hizo. Yo por mi parte, fui al cementerio a los tres años de la muerte de Gregorio. Fue realmente una tragedia que un hombre tan joven perdiera la vida, pero yo soy una persona honorable. Siempre cumplo mis promesas.

Cuentos para no dormir la siesta

Nunca me gustaron los cuentos de hadas. Ninguno. Así que mi infancia transcurrió sin todas esas fantasías del mal con final feliz, sin ogros, madrastras o patos feos. Nada de eso formó parte de mi mundo. Cuando llegué a la adolescencia, en mis estudios de literatura inglesa, tuve que leer varios títulos, entre ellos, El prisionero de Zenda, y El flautista de Hamelin. Este último me impresionó mucho. Era la avaricia llevada al extremo y castigada. Nada de finales felices. Tal vez fue porque había leído el cuento la semana que visité a la abuela, aquel personaje oscuro y lejano con el que nunca había tenido mucho contacto. Cuando me dijo que tenía un secreto para contarme tuve un raro presentimiento. La abuela vivía sola en aquel caserón enorme, con patios, sótanos y altillos, y cuando entraba me imaginaba estar entrando a alguna de esas casas embrujadas de las películas de terror. La abuela estaba sentada junto al aljibe, y me hizo una seña de que me acercara. Se levantó, bajó la roldana, y cuando subió el balde, en lugar del agua que yo esperaba encontrar, había por lo menos como cincuenta ratas o ratones y mineros, que se revolvían dentro del balde tratando de salir del encierro. La abuela volvió a bajar el balde con su carga, sonrió, con picardía y dijo: -­Son montones, capaz que miles los que viven en este aljibe. Yo hace años que los conozco, ya han pasado varias generaciones. Se reproducen muy rápido. Los alimento todos los días. Viste que preciosos son? Yo no pude ni responderle. El asco me invadió y traté que no se notara. Miré sus manos huesudas, que me parecieron garras en ese momento, y me acordé de otro dibujo animado, el de la bruja Agatha y su nieta Alicia. La abuela era igual a Agatha, con sus ropas negras, manos como garras, mentón afilado y aquellos ojitos negros tras los cristales montados en su nariz puntiaguda. Cuando pude sobreponerme al asco, le pregunté con qué los alimentaba. Creo que la respuesta fue la gota que desbordó el vaso. Me dijo, mirándome fijamente a los ojos, como quien cuenta un secreto, que ponía trampas para palomas, pero a veces -casi siempre- caían gorriones, torcazas, benteveos, horneros y hasta ratoneras. Los dejaba morir en la trampa, y después los tiraba dentro del aljibe. También me dijo que el día que los alimentaba se sentía desde el borde del aljibe la excitación de los roedores. Mi nausea empezó a crecer de forma proporcional al asco y rabia que me daba que alimentara ratas con pájaros. Le dije que tenía que ir al baño. Imaginé aquellos pobres pájaros en la trampa, y a ella esperando y mirándolos aletear hasta su último aliento para tirarlos al aljibe. Entré, cerré la puerta y vomité hasta las entrañas. Demoré dos semanas en regresar a visitar a la abuela. No se si tenía algo en mente. Creo que no. Solo le pedí a Dios que no insistiera en mostrarme los ratones, pero ese día Dios no estaba escuchándome. Miré a la abuela, e interiormente desee que nunca más tocara el tema, pero ella estaba convencida que yo adoraba su secreto del aljibe, así que me dijo, -Vení nena que quiero que veas algo. Con un gesto rápido tiró el balde dentro del aljibe. Lo sentí tocar fondo. Se escuchó un revuelo tremendo, y ruidos cuando empezó a subir la roldana. Supe que no lo iba a soportar. Creo que fue en ese mismo instante que me acordé de otro cuento, no tan famoso, el de Hansel y Gretel, y cuando ví a Agatha mirar con amor hacía el fondo del aljibe, no tuve más remedio que empujarla. No gritó. Capaz que esa era su intención, que yo terminara con su miserable vida criando ratones. O tal vez fuera mi destino el salvarla de su triste final. Sentí el golpe al caer y pensé que los ratones iban a tener alimento por lo menos para dos semanas más.