miércoles, 2 de junio de 2010

Mujer con tijeras

Mujer con tijeras

Escuché las campanadas del reloj de la Catedral.
Nunca le había prestado atención a aquel sonido, porque siempre había otros ruidos que se le superponían, pero ese día había terminado tarde en el trabajo, y como estaba cansada, decidí no salir.
Por lo tanto las doce de la noche me agarraron por sorpresa en el living de mi casa, descalza y en camisón, escuchando música, leyendo y fumando.
Demasiadas actividades para una sola persona, pensé.

Mi marido tenía una cena de camaradería y lo esperaba alrededor de la una, y mis hijos habían ido a bailar a alguna de esas discotecas para adolescentes.

Nunca me había importado quedarme sola. De hecho, muchas veces disfrutaba de ese estado del alma en que uno está consigo mismo. Por eso no había invitado a nadie a visitarme hasta que llegara Gonzalo.

Me había bañado, y me había puesto el camisón, y aquí estaba sentada en el living, descalza y tratando de leer a Borges, con Mozart como música de fondo. Toda una gratificación.

No sé en que momento empecé a sentir una suerte de aprensión. Algo andaba mal. No se sentía ningún sonido, salvo la música, pero algo en mi mente empezó a alertarme. Nunca supe bien que era la adrenalina, pero fuese lo que fuese empezó a circular por mi torrente sanguíneo, y puso todos mis sentidos alertas, y mi corazón empezó a galopar en forma desbocada.

Fui a mi dormitorio y prendí las luces. No había nada extraño. Por una de esas cosas de la vida, abrí el placard y me puse el salto de cama. Luego abrí el costurero y en un acto totalmente mecánico, saqué las tijeras guardándolas en el bolsillo de la bata.

Entré al baño principal y también encendí la luz, sin encontrar absolutamente nada extraño.
Así fui recorriendo todas las habitaciones, una a una, baños, departamente de servicio, en todos lados iba dejando las luces prendidas. Estaba tan obsesionada que hasta prendí la lámpara de pie del living, amén de las dos lámparas de las mesas ratonas, y las arañas del techo.

Toda la casa se inundó de luz.

Si bien me sentí más aliviada, la sensación de que algo no estaba bien no se me apartaba de la mente. Volví al living, y cuando me estaba acomodando nuevamente sentí un ruido en algún lugar de la cocina. La cocina no era demasiado grande, pero tenía una terraza lavadero que daba a los pozos de aire del edificio.

La puerta normalmente cerrada con llave tenía vidrios, y reja con barrotes de metal un tanto separados para mi gusto.
No había instalado ninguna alarma en el departamento, porque en el edificio que vivía antes se disparaban a cada momento sin motivo aparente, y estaba cansada de aquellos chillidos estridentes que sucedían con mucha frecuencia.

Miré el reloj. Eran las doce y cuarto. Respiré hondo, y me levanté del sillón sin hacer ruido dirigiéndome a la cocina. Uno normalmente no sabe que hacer ante situaciones que nunca se le plantearon. A veces piensa, si me pasara tal cosa, haría tal otra, pero eso nunca es así llegado el momento.
Si me hubieran preguntado en otro momento como hubiera reaccionado ante una situación similar, creo que hubiera contestado que me habría ido del departamento en camisón, y me hubiera quedado en el pallier, o le habría golpeado a algún vecino.

Pero no hice nada de eso.
Directamente me encaminé a la cocina a enfrentarme con lo desconocido. Supongo que tal vez me encomendé a Dios, pero tampoco estoy segura.

En la cocina no había nada que me llamara la atención. Cuando me volví de espaldas para regresar al living, sentí algo extraño.

Me acerqué a la puerta de la terraza, y vi un agujero redondo en el vidrio a la altura de la cerradura.

Creo que todo pasó en un segundo, me acerqué al vidrio y allí estaba el hombre, alto, con una media en la cabeza. No Pude ni atinar a gritar porque se me congeló la voz en la garganta, y allí estaba esa mano metiéndose por el agujero del vidrio y agarrándome el brazo. Me sacudí de aquel contacto viscoso y con la mano libre saqué las llaves de la puerta que estaban puestas en la cerradura y las tiré al otro extremo de la cocina. Creo que esto enfureció al hombre que hizo más presión en mi brazo, y empezó a apretarme contra el vidrio, gritándome “Puta, no vas a salvarte de este”.
Empecé a tratar de girar mi cuerpo para liberarme cuando vi las tijeras que asomaban apenas por el bolsilla de mi bata.

Esta vez el movimiento no fue mecánico. Agarré las tijeras con mi mano libre y mirando fijamente aquella mano fuerte y de dedos peludos las clavé con tanta fuerza que sus aullidos de dolor y rabia deben haber resonado en el silencio de la noche, porque se empezaron a prender luces en las ventanas de los otros apartamentos. Envalentonada porque ya no me sentía tan sola, hice girar la tijera en la herida para que me soltara.

Afortunadamente para él y para mi, soltó la presión que ejercía y saltó de la terraza al patio de abajo, y trepando por una escalera de incendios hacia la azotea, se perdió de mi vista.

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