jueves, 15 de noviembre de 2012

Balcones

Balcones Nunca supe por qué los balcones ejercían esa especie de fascinación sobre mi. Me encantaba caminar por las calles de Montevideo mirando balcones, y buscando alguno que no conociera. Eran balcones de otras épocas, unos redondeados y de piedra, otros de hierro forjado, algunos con aplicaciones de bronce, otros con arabescos. Símbolos de otros días en que había más espacio y el buen gusto le ganaba a economizar metros. Hoy los balcones son cuadrados o rectángulos sin ninguna personalidad. El balcón que recuerdo más era uno enorme sobre la calle Agraciada, cuando mis padres se mudaron por primera vez. Papá me levantaba, giraba y me hacía un avioncito. A mamá le daba miedo que jugara a eso en un balcón del piso 13. Fue en uno de esos balcones donde pasó el primer incidente. Yo era una niña y vivía en un apartamento sobre una avenida importante, donde había mucho tránsito. Pasaban omnibuses, camiones, autos y taxis y siempre había ruido y bocinas. Había ido hasta el kiosco que había enfrente para comprar una cartulina negra que me habían pedido en el colegio, y cuando volví la vi. Era Adriana. Tenía 15 años y dos hermanas. Sus padres estaban separados y la madre había viajado a Buenos Aires. Ese sábado maldito Adriana se había subido al espléndido balcón de nuestro edificio y había saltado. Yo la vi en el suelo, con un charco oscuro alrededor, y el portero del edificio me hizo entrar por la puerta principal para evitar que siguiera mirando aquella mariposa con las alas quemadas. Adriana se había disfrazado de mariposa para un festival del liceo, y capaz que había intentado volar. Más tarde me asomé y vi al portero persiguiendo la sangre seca del piso con la manguera. Años más tarde me mudé y por un tiempo me olvidé del tema. Cuando tenía diecisiete años me mudé a otro barrio tan ruidoso como el anterior. Cuando visité el apartamento por primera vez antes de que mis padres lo compraran, lo primero que hice fue salir al balcón. Era precioso. No muy grande pero el hierro forjado con los detalles en bronce le daban un aire majestuoso, como decían en aquel entonces. Precioso edificio. Precioso balcón. Nunca conocí a nadie de ese edificio, ya que era un apartamento por piso y mis horarios nunca coincidieron con los de los otros vecinos, salvo la señora de los gatos. Ella vivía en el piso dieciséis, y yo veía sus gatos cada vez que me asomaba. Debía tener más de quince. Un buen día, una de las gatas más viejas tratando de atrapar una paloma que se había apoyado en el marco de la ventana, saltó al vacío. Milagrosamente no se hizo nada importante. Estuvo desaparecida unos días, supongo que del susto que tendría, y la encontraron maltrecha pero viva. El único daño permanente que sufrió fue que quedó medio descalabrada, pero aún así vivió muchos años más y seguía intentando cazar palomas. Toda una sobreviviente. El tiempo pasó y me casé. Mientras los niños fueron chicos vivimos en casa. No se si fue un deseo oculto, pero creo que no quise arriesgarme a nada. Cuando entraron a la Universidad, por comodidad volvimos a vivir en apartamento. Esta vez no muy alto, pero era un pent house con terrible terraza de barandas metálicas blancas. Nunca tuve demasiada pasión por las plantas, pero había algunas macetas que el dueño anterior había dejado, y ahí habían quedado. En una de ellas que estaba sobre el pretil con el vecino hizo nido una paloma torcaza. No sé cuantos pichones tenía en total, pero con la última tormenta de agosto, cayó la maceta al piso y yo poco pude hacer. A la mañana encontré dos pajaritos aún emplumando en el piso, oscuros y fríos como la muerte. Me dio lástima la pobre torcaza pero no la pude encontrar. Quedé viuda justo a tiempo, para no tener la urgencia de tirarme o tirar a alguien del balcón. Las personas nos ponemos grandes y nuestra tolerancia se esfuma, así que a veces le tenía muy escasa paciencia al difunto. Se había vuelto cascarrabias y solo abría la boca para decir que le dolía algo. Solo quejas. Unicamente quejas. Hoy estoy muy mayor y me cansan las personas tontas. Me cansa casi todo el mundo que abre la boca para decir estupideces. Todos los viejos hablan pavadas. Mi vecina del sexto piso viene a visitarme muy seguido. Le gusta mi balcón y mis plantas, y se apoltrona por horas para hablar de enfermedades, de gente que se murió, de prótesis y de gases y divertículos. Hasta dejé de escuchar la radio, porque los viejos se creen impunes para decir pavadas. Creo que les debe gustar escucharse. Ahora me acuerdo de aquel viejo charlatán que mi abuelo escuchaba todos los mediodías. Mi abuela no lo soportaba, pero mi abuelo decía que era un charlatán pero que lo divertía mucho. Ahora está el tema de la porquería de twitter. Todos escriben estupideces, y se juntan otros estúpidos como seguidores. Todos necesitan su cuota de fama, o de que alguien los conozca o los reconozca o simplemente los escuche. Y yo ya no quiero escuchar a nadie. Muchas veces no soporto el tono de voz de mi vecina. Otras, cuando la veo apoltronada en mi balcón hablando cosas que no le importan a nadie, me vienen a la mente cosas raras y sacudo la cabeza ahuyentándolas. Pero siempre vuelven, igual que mi vecina.

3 comentarios:

  1. Querida Marión:

    Te felicito muchacha, tu relato de los balcones realmente me gustó mucho. Gracias por compartirlo.

    Un beso

    Federico

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  2. Querida Marión , ¡como noS hemos alejado! y qué alegría encontrarte nuevamente en tus balcones, preciosísimo cuento! te mandé en PDF, por mail, la novela que hice en el taller de Mercedes, hace unos años, con una presentación de Merce, no sé si te llegó. ¿cómo está tu nieta, abuela chocha? me imagino que linda como vos. Te mando un abrazo grade, grande te quiero. Ada

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  3. Querida Marión, hoy volví a asomarme a tus balcones, a tu íntima conversación. Como asomarme a tu vida.Espero que seas feliz, los viejos, es cierto, muchas veces hablamos cosas que no les importa a nadie. Soportá a tu vecina o de lo contrario cuando te visite, trancá el balcón. Besos.Ada

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