viernes, 3 de junio de 2011

Mujeres de Negro - Parte III

Yo, él y las tres de negro

Soy Sonia, y desde hoy soy viuda. En realidad mi viudez tiene más de dos años. Creo que empezó el día que a Enrique le diagnosticaron un cáncer. El no me lo dijo, pero me llamó el médico de la familia, y comentó que le había dado la noticia y que había desaparecido. Aunque para mi Enrique estaba desaparecido mucho antes de que le encontraran el cáncer.
Para mi, Enrique se terminó cuando él dejó de sentir. No es que no sintiera amor, no sentía nada, Era una planta muerta. Dejaron de importarle su trabajo, sus hobbies, sus amigos, sus gustos. Cuando nos conocimos estudiaba abogacía, y tenía tantos planes, tantas ganas de cambiar el mundo, tantas ganas de hacer cosas. Pero el tiempo, las cosas pre-establecidas, las instituciones, la burocracia, los políticos y en definitiva las personas, lo empezaron a minar. Cada día un poquito más. Todos los días le iban sacando un pedacito de su espíritu de guerrero, hasta que un día no quedó nada. Y con el tiempo dejó de interesarle hasta el automovilismo que era lo único que además de sus ganas de cambiar al mundo, lo apasionaba. La música también lo apasionaba, pero había dejado de tocar el piano hacía años, y solo era un mero oyente de melodías.

Y cuando perdió la pasión, también me perdió. Yo lo amaba porque era un hombre apasionado en el sentido más amplio de la palabra. Cuando perdió su pasión yo me fui también. Me empecé a interesar en el arte, que era una pasión mía dejada de lado en la adolescencia, porque del arte no se come, empecé a pintar, y a exponer, y cada vez me fui alejando un poquito más. Vivíamos juntos, pero dejamos de ser pareja. Un día no quise compartir más mi cama con él, y de a poco empecé a amoblar el dormitorio que era de los varones y cuando estuvo todo pronto me mudé. Ninguno de los dos tocó el tema.
Habíamos tenido un matrimonio muy, pero muy apasionado, pero cuando él se empezó a secar, a aceptar cosas inaceptables, a defender casos indefendibles, a hacer la vista gorda en cosas importantes, yo dejé de reconocerlo. No era la persona que yo había elegido. Era otro. Traté de plantearlo en varias ocasiones, pero siempre tenía un “solo es hasta que me instale yo solo”, “solo es hasta que los chicos terminen sus estudios”, y una larga serie de etcéteras. Eso sí, teníamos una agitadísima vida social, conciertos, galas en la ópera, ballet, vernissages, avant-prémier, casamientos, cumpleaños de quince, velorios, cenas de camaradería, cenas con amigos, reuniones con los rotarios, presentaciones de libros, bautismos, y hasta primeras comuniones. Todo un combo de salidas para olvidar que erámos como marionetas bailando al son de un titiritero. Creo que no había un solo día en que no tuviésemos al menos un compromiso social. Un sábado llegamos a tener un bautismo en la mañana, y dos casamientos, uno en un haras al medio día, y el otro en una bodega sobre las 8 de la noche. Yo estaba más que repodrida con tanta salida, pero él insistía que eran compromisos importantes. Creo que cuando se enteró que estaba enfermo empezó a beber más de la cuenta. Yo seguía pintando, exponiendo y conociendo gente. Supongo que él también. Creo que mi pintura cambió, para mejor. Y él cada vez se parecía más al retrato de Dorian Gray.

Y un buen día de mañana, se sintió mal, llamamos a la emergencia, vino la ambulancia y lo llevó al sanatorio. Y ahí se terminó todo. Vino una túnica blanca totalmente anónima para decir que había sufrido un paro cardio-respiratorio y que a pesar de que intentaron reanimarlo, no había respondido. Creo que ese momento sentí lástima. No se si lástima o dolor, o una mezcla de las dos cosas. Lástima por él, por mi, por lo pudo haber sido mejor. Pero ya no estaba. Y no le había dicho adiós. Ni siquiera nos despedimos.
Les avisé a los chicos que estaban estudiando en España y EE.UU. y acordamos de velarlo cuando ellos llegaran.
Llegó el día y si bien detesto vestirme de negro, decidí que después de todo el tailleur negro era en verdad muy elegante, aunque la falda era rabona, pero las medias negras podían disimular un poco.
Nunca me gustaron los velorios de cuerpo presente, pero mis cuñados insistieron, y yo no quise contrariarlos. Siempre pensé que a las personas hay que recordarlas riendo felices, y no tiesas y con un color grisáceo en un cajón forrado de raso blanco capitoneado.

Sobre media tarde, y cuando ya había llegado todo el mundo, sus amigos y empleados del estudio, los vejestorios de los rotarios, sus conocidos del automovilismo, sus amigos políticos, los colegas y toda la familia, incluyendo los chicos que habían llegado a mediodía y estaban molidos del viaje, se hizo un silencio en la sala. Yo miré y vi en la puerta a tres mujeres vestidas de negro. Era casi totalmente previsible quienes eran. Podría haber pensado que papelón, pero no. Dentro de todo fue un toque bizarro y gracioso. Como una especie de mezcla de sainete con tragicomedia. Y yo siempre cultivé el humor negro. Después del shock inicial se sintió como una suerte de expresión de sorpresa, y después un silencio sepulcral. Además estaban las rosas amarillas con la leyenda: “Gracias por los favores recibidos”, firmada por Silvia, Ana y Stella.

Después la más carnosa de las tres, rubia piernuda, con los pelos frizados y lentes se acercó al cajón y besó a Enrique, y algo le susurró al oído. Desde donde yo me encontraba pude sentir aquel perfume dulce, muy dulce y amaderado. Yo lo llegué a usar hacía muchos años, pero era demasiado fuerte para usar de día y en media estación. ¿Cuál de las tres sería?. Decidí apostar a que era Silvia. Luego se acercó la segunda. Alta y grande también pero más disimulada. Con una elegancia muy sensual. Vi con curiosidad que le acariciaba las manos, los dedos y las muñecas. Supuse que era una caricia habitual entre ellos. Dudé sobre cual de las dos sería, si Ana o Stella, pero me arriesgué por Ana. La tercera demoró en acercarse. Al final lo hizo, pero antes me miró directamente a los ojos. Era distinta, más delicada, con un vestido negro cortísimo y unos tacos de 12 cms.. Le sonreí, y quedó medio en shock. Después me devolvió una intensa sonrisa, se acercó al cajón y lo miró un rato largo, y luego con su dedo índice recorrió su cara muy despacito, desde la frente hasta el mentón.
Las caras de los rotarios eran un poema. En realidad había mucha gente que estaba totalmente descolocada con aquella situación. Se me acercaron mis hijos, y me preguntaron quienes eran. Yo los miré, sonreí y les dije —Muchachos, ya somos todos grandes. Son amigas de papá que lo vinieron a despedir. Los tres se quedaron con la boca medio abierta. Yo realmente estaba disfrutando toda la situación.

Después me acerqué al terceto que estaba en un rincón, y les dije —Hola chicas, soy Sonia, y las besé a las tres. Estuve apostando a cual sería cada una, y veamos si no me equivoqué. Cuando se presentaron, Miss Piernas resultó ser Silvia, la del medio Ana, y la flacucha de las piernas largas del final Stella. Hasta en eso había embocado. Era toda una señal.
Supongo que ninguno de los presentes entendía nada de nada. Ni los colegas, ni los fanáticos de los fierros, ni los políticos, ni los amigos, ni los chupamedias de siempre.
Hasta las tres mujeres quedaron descolocadas.

Capaz que habían imaginado a una viuda matrona, vieja, arrugada, y que les iba a hacer el tal escandalete invitándolas a retirarse. Yo me quedé contenta de que por lo menos sus últimos años conviviendo con el cáncer estuvo acompañado. Chapeau Enrique.
Te lo merecías. Y entonces me acordé del poema de Amado Nervo:
¡Vida, nada me debes! ¡Vida, estamos en paz!

Después que todo volvió a la normalidad, les dije, —Supongo que las flores amarillas las mandaron Uds.. Son mis preferidas. Y el mensaje, realmente inefable.

Después, como restándole importancia, comenté —El velorio es hasta las 20 horas, y se reabre mañana a las 9 de la mañana para ir al cementerio. Si no tienen nada mejor que hacer, podemos salir a tomar unas copas y despedir al Enrique como se merece.

Las grandota casi se ahoga tratando de tragarse la carcajada. Las otras dos me miraron perplejas, y a las 20 y 15 después de despedir y abrazar a todos y cada uno de los presentes, las cuatro mujeres de negro nos fuimos juntas taconeando fuerte.
Sonia y las tres mosqueteras.

No hay comentarios:

Publicar un comentario