lunes, 25 de noviembre de 2013

Allá lejos y hace tiempo

Soy una persona grande. Sé que mi cabeza está bastante bien, aunque a veces me olvido que conté algo y lo vuelvo a contar y mis hijos se fastidian. La gente joven tiene poca paciencia con los viejos. Trato de mantener la mente ocupada o por lo menos lejos de los problemas. No miro más dramas por televisión. A veces sueño con mi padre que murió hace casi cincuenta años. Nunca sueño con mi madre. Ella también murió hace mucho, pero su alzheimer fue tan devastador que no quiero acordarme. Tuve muchos hijos. Hoy algunos están mejor que otros, unos son más débiles, otros más fuertes, pero todos buenas personas. Fue difícil criarlos en esa época. Cada día cuando uno no llegaba me ponía nerviosa. La época negra de este bendito país los agarró en distintas etapas de su vida. Unos en el liceo, otros en la universidad y los menores en el colegio. Siempre me preocuparon los grandes. Nunca sabía a qué hora llegaban, o si se quedaban a estudiar en el centro, donde siempre había alguna manifestación. Tenía terror cada vez que veía pasar aquellas chanchitas azules, que circulaban muy despacio. A los veinte años todos creemos que podemos salvar el mundo, pensamos que somos una suerte de Robinjud, hasta que un día te cae la ficha y te das cuenta que apenas podés salvarte vos. No fue el caso de los tupas. Nunca fueron robinjudes, aunque a alguno pueda haberles parecido. Tuve un yerno que estuvo adentro. Nunca quiso hablar del tema. Solo una vez que estaba muy tomado, se puso a llorar y dijo solamente algo como que todo había sido un caos, sin orden, sin organización, y que la ambición de poder hizo lo demás. Demasiados caciques. Todos querían ser los dueños del circo. Cero ideología, una revolucioncita copiada de los cubanos y un grupo de loquitos jugando a los reivindicadores. Todo un desatino que terminó injustamente con muchas vidas. Y después quisieron echarle el muerto de la derrota a otro. Cuando la lucha estaba perdida de antemano. Me acuerdo de esto porque me encanta leer, y cuando alguien escribe bien, es gratificante leerlo, así que supe del escándalo del momento, pedí que me compraran el diario, leí las cartas, y me vino una avalancha de recuerdos. En realidad si fue traidor o no a quien le importa. No a mi. Supongo que pudo haber tenido dos motivos para escribir cuarenta años después, uno es no caer en el olvido. Todos queremos que nos recuerden. Otro justificar que lo hizo por amor. Recuerdo ahora una película inglesa que se llamaba Por la patria. Qué cantidad de atrocidades se pueden cometer invocando el nombre de la patria. Ahora en esta habitación en que estoy desde hace más de dos años sin poder moverme si no me ayudan, recibiendo las pocas visitas de las personas que de a ratos o de a meses se acuerdan de que todavía estoy aquí, habiendo enterrado a mi hijo mayor de un maldito cáncer, me acuerdo de mi pequeña traición. Quedé viuda a los cincuenta y ocho. Mi marido sufrio un infarto delante mío y cuando vino la coronaria ya se había ido. Tenía solo sesenta y seis años pero había sido el hombre de mi vida, salvo por aquella única vez. El viajaba mucho, sobre todo al interior, aunque a veces también viajaba a San Pablo y a Buenos Aires. En esas ocasiones siempre lo acompañaba. Pero hubo una vez que tuvo que quedarse cinco días en Tacuarembó. No soy la heroína de Los puentes de Madisson, pero tuve una historia de tres días con Felipe, mi compañero de facultad de tantos años que había enviudado hacía dos. Nos encontramos en el centro, me invitó un café que duró cuatro horas. Nunca hubiese pensado que tratando de consolarlo terminaría en la cama con él tres días seguidos. Es gracioso los recuerdos que nos traen las cartas que leemos en los diarios. A mi jamás se me hubiera ocurrido contar mi affaire con Felipe, ni por no caer en el olvido ni por amor. Tan solo sucedió. No se lo dije a nadie. No estoy orgullosa de lo que pasó pero tampoco me arrepiento. Acostada en una habitación de una casa de salud, casi inmóvil lo único que a veces me quita el sueño, es pensar si mañana estaré viva. Ya cumplí los noventa y a veces tengo miedo de dormirme y no despertar. Ya no temo que me asalten en la calle porque hace años que no salgo. Tampoco me preocupo de pagar cuentas porque mis hijos lo hacen por mi. A veces pienso que quizás para ellos soy una vieja de mierda que no se muere nunca, pero en esas ocasiones sacudo fuerte la cabeza para olvidarme rápido como de esa época maldita que todos vivimos. Creo que como dice el refrán muerto el perro se acabó la rabia. Por eso cuando todos estos viejos rabiosos se mueran, los que persiguieron y los perseguidos estaremos en paz. ¿Estaremos?

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