lunes, 25 de noviembre de 2013

Pandora

Me acaban de llamar del edificio del Cordón donde vive mi madre. Parece que se cayó. Parece que vino el SUAT o cualquiera sea la emergencia que tiene y se la llevó a la mutualista. Parece que está quebrada. Parece que se acordó que tiene una hija.  Cuando yo tendría alrededor de doce años, no podía soportar la extraña relación de mis padres. Siempre peleando. En realidad era mi madre la que peleaba. Tampoco peleaba. Tenía sus interminables monólogos. Sus letanías cotidianas.  Yo llegué bastante tarde al hogar, cuando casi no me esperaban. Tuvieron doce años de peleas, y en el año número trece, cuando nadie esperaba nada, caí yo como una paracaidista. Yo no pedí venir, pero evidentemente ellos me llamaron de donde quiera que yo me encontrara, y aterricé en aquel hogar de dos seres tan distintos como complejos. Los primeros años no fueron tan malos. Había mamá, papá, abuelas y algún tío o primo no tan cercano, pero que daba un poco de respiro a ser hija única.  El calvario empezó después, cuando yo tendría ocho o nueve. Tal vez había empezado antes, pero yo estaba muy ocupada con crecer o jugar o ser feliz que no lo registré.  Un día cuando llegué del colegio mi madre estaba totalmente fuera de sí y hablaba sola, o le hablaba a un retrato de ella y mi padre en algún lugar del mundo. Estúpida y cien veces estúpida por confiar en vos, pedazo de mierda, o vos te crees que soy estúpida. Ya se que tenés otra mina. Hace años que lo sé, pero igual pensé que algún día te ibas a dar cuenta. Así siguió el monólogo como dos horas. Yo me quedé quietita en la cocina hasta que se calmó un poco, y ahí hice ruidos como que había llegado. A partir de ahí todos los días o día por medio tenía aquella puesta en escena. Yo llegaba del colegio y mi madre puteaba a la foto de mi padre. Más o menos repetía el mismo repertorio, palabra más insulto menos o viceversa. Esto más o menos duró cuatro o cinco años.   Una vez sola se lo comenté a mi padre, pero la respuesta que me dio me descolocó. Eso la hace feliz. Es su mundo. Ella no tiene otro mundo que yo, y entonces se le queja a mi foto. Si yo estuviera aquí y le contestara, empezarían las peleas y ella no podría enfrentar su frustración. Así es mejor para todos. Pero no te preocupes. Ella igual nos quiere mucho. Nunca supe si mi madre sabía que yo estaba dos horas esperando que ella terminara su mónologo de insultos diarios, quietita en la cocina. El tema fue que me sucedió lo que a cualquier otra mujercita en la adolescencia. Tuve mi primer período. No le dije nada a mi madre, pero ella de alguna forma se enteró. Entonces su monólogo iba dirigido a mi padre y a mi. A mi padre por haberla embarazado, y a mi porque algún desgraciado me iba a embarazar y que iba a ser de ella. Quien la iba a cuidar, y bla bla bla. La perorata era diaria, y yo seguía esperando quietita en la cocina, hasta que el voltaje del monólogo bajase, y entonces hacía algún ruido anunciando mi presencia.  Hasta que un día cualquiera, capaz que porque mis hormonas estaban en su punto más alto, decidí hacer lo que en definitiva iba a modificar el destino de todos. Decidí seguir a papá.  Claro que papá tenía otra casa. Claro que tenía otra mujer que lo esperaba. Claro que tenía alguien más que lo besaba cuando llegaba.  Al día siguiente al volver del colegio no quise escuchar el monólogo. Me paré en el living y le dije a mamá que papá tenía otra mujer que vivía en una casita en Malvín, en la calle Orinoco. Le di la dirección completa.  Ahí fue el comienzo del fin. Mamá me echó de casa. Que yo era una mocosa atrevida, que era Pandora, que había abierto la puerta del mal para separarla de su marido, que yo era una celosa de porquería, que debía tener algún macho calentándome la cabeza, que los dos estaban tan bien antes de que yo llegara, que antes su marido era de ella sola y que no precisaba testigos que juzgaran su vida, y la lista siguió hasta límites imposibles de entender en una relación madre hija.  Afortunadamente mi abuela paterna me cobijó en su casa. Estuve ahí doce años. Después me fui a vivir sola. A papá lo seguí viendo. El estuvo siempre, me vió cada fin de clases desde que me fui de su casa hasta que me recibí. Estuvo conmigo cada Navidad y cada cumpleaños. Me llamaba por teléfono, y hasta me llegó a alquilar un apartamento cuando me fui de lo de la abuela, tras su muerte. En todos esos años, yo pensaba que iba a volver a mi casa, pero mamá nunca preguntó por mi. Dos veces le pregunté a papá si mamá no hablaba de mi o si no le preguntaba. El no quería mentirme, pero tampoco quería decepcionarme. Bueno, vos sabés como es tu mami, pero ya se le va a pasar. Nunca se le pasó. Pasaron dieciocho años y nunca más quiso saber de mi. Qué sentí yo todos estos años, no sé. Un vacío. Supongo que como los perros que no tienen dueño y andan vagabundeando y acercándose a alguien en busca de un poco de calor. Ni siquiera puedo decir que la extrañé. Solo un lugar que debía estar ocupado y estaba desierto. Hace un mes que murió papá. Yo fui a su velorio y entierro. Mamá no estaba. Y eso que papá siguió viviendo en el apartamento del Cordón hasta el final. Nunca se mudó a la casita de Malvín. Dieciocho años más vieja, la mujer de la calle Orinoco se presentó en el velorio. La reconocí. Me acaban de llamar del edificio del Cordón donde vive mi madre. Parece que se cayó. Parece que vino el SUAT o cualquiera sea la emergencia que tiene y se la llevó a la mutualista. Parece que está quebrada. Parece que se acordó que tiene una hija.

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