lunes, 25 de noviembre de 2013

Cuentos para no dormir la siesta

Nunca me gustaron los cuentos de hadas. Ninguno. Así que mi infancia transcurrió sin todas esas fantasías del mal con final feliz, sin ogros, madrastras o patos feos. Nada de eso formó parte de mi mundo. Cuando llegué a la adolescencia, en mis estudios de literatura inglesa, tuve que leer varios títulos, entre ellos, El prisionero de Zenda, y El flautista de Hamelin. Este último me impresionó mucho. Era la avaricia llevada al extremo y castigada. Nada de finales felices. Tal vez fue porque había leído el cuento la semana que visité a la abuela, aquel personaje oscuro y lejano con el que nunca había tenido mucho contacto. Cuando me dijo que tenía un secreto para contarme tuve un raro presentimiento. La abuela vivía sola en aquel caserón enorme, con patios, sótanos y altillos, y cuando entraba me imaginaba estar entrando a alguna de esas casas embrujadas de las películas de terror. La abuela estaba sentada junto al aljibe, y me hizo una seña de que me acercara. Se levantó, bajó la roldana, y cuando subió el balde, en lugar del agua que yo esperaba encontrar, había por lo menos como cincuenta ratas o ratones y mineros, que se revolvían dentro del balde tratando de salir del encierro. La abuela volvió a bajar el balde con su carga, sonrió, con picardía y dijo: -­Son montones, capaz que miles los que viven en este aljibe. Yo hace años que los conozco, ya han pasado varias generaciones. Se reproducen muy rápido. Los alimento todos los días. Viste que preciosos son? Yo no pude ni responderle. El asco me invadió y traté que no se notara. Miré sus manos huesudas, que me parecieron garras en ese momento, y me acordé de otro dibujo animado, el de la bruja Agatha y su nieta Alicia. La abuela era igual a Agatha, con sus ropas negras, manos como garras, mentón afilado y aquellos ojitos negros tras los cristales montados en su nariz puntiaguda. Cuando pude sobreponerme al asco, le pregunté con qué los alimentaba. Creo que la respuesta fue la gota que desbordó el vaso. Me dijo, mirándome fijamente a los ojos, como quien cuenta un secreto, que ponía trampas para palomas, pero a veces -casi siempre- caían gorriones, torcazas, benteveos, horneros y hasta ratoneras. Los dejaba morir en la trampa, y después los tiraba dentro del aljibe. También me dijo que el día que los alimentaba se sentía desde el borde del aljibe la excitación de los roedores. Mi nausea empezó a crecer de forma proporcional al asco y rabia que me daba que alimentara ratas con pájaros. Le dije que tenía que ir al baño. Imaginé aquellos pobres pájaros en la trampa, y a ella esperando y mirándolos aletear hasta su último aliento para tirarlos al aljibe. Entré, cerré la puerta y vomité hasta las entrañas. Demoré dos semanas en regresar a visitar a la abuela. No se si tenía algo en mente. Creo que no. Solo le pedí a Dios que no insistiera en mostrarme los ratones, pero ese día Dios no estaba escuchándome. Miré a la abuela, e interiormente desee que nunca más tocara el tema, pero ella estaba convencida que yo adoraba su secreto del aljibe, así que me dijo, -Vení nena que quiero que veas algo. Con un gesto rápido tiró el balde dentro del aljibe. Lo sentí tocar fondo. Se escuchó un revuelo tremendo, y ruidos cuando empezó a subir la roldana. Supe que no lo iba a soportar. Creo que fue en ese mismo instante que me acordé de otro cuento, no tan famoso, el de Hansel y Gretel, y cuando ví a Agatha mirar con amor hacía el fondo del aljibe, no tuve más remedio que empujarla. No gritó. Capaz que esa era su intención, que yo terminara con su miserable vida criando ratones. O tal vez fuera mi destino el salvarla de su triste final. Sentí el golpe al caer y pensé que los ratones iban a tener alimento por lo menos para dos semanas más.

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