lunes, 25 de noviembre de 2013

La salud de los otros

Nunca, ni en mis más extraños pensamientos se me cruzó por la mente matar a alguien. Hasta que conocí a Gregorio. En realidad tampoco fue en ese momento. Fue mucho, muchísimo tiempo después que la rabia y la impotencia empezaran a darme ideas. Todo empezó cinco años atrás cuando en un baile de facultad mi hija conoció al más encantador de los muchachos, como dirían mis padres al presentárselos unos meses después. Según mis amigas era el príncipe azul. Prolijo, impecable, educado, cariñoso, qué más se podría pedir. Creo que solo su madre lo conocía como realmente era, pero ella no me puso sobre aviso. Pienso que no fue por maldad, o por querer sacárselo de encima. Creo que pensó que él iba a cambiar, o que mi hija iba a hacer que cambiara, pero la gente así no cambia, y yo aunque nadie me hubiese pronosticado nada, tenía aquella sensación desagradable que hacía que cada vez que lo miraba se me cruzaban por la mente las frases “cuando la limosna es grande, hasta el santo desconfía, o nada puede ser tan bueno” Gregorio pronto empezó a mostrar que además de ser un buen estudiante, y una buena compañía tenía celos enfermizos. Empezó muy suave, así que al principio fue casi imperceptible, además todo el mundo le decía a Valeria que lo hacía porque la estaba cuidando. Valeria se cuidó muy bien de que yo me enterara. Ella me conocía y sabía de lo que podía ser capaz. Si bien nunca fui una persona violenta, tenía arrebatos de ira cuando veía alguna injusticia y actuaba en consecuencia. Nunca me consideré Dios, pero estaba convencida que a determinadas personas que andaban paseando sus maldades por este mundo, alguien debía frenarlas. Y yo era una voluntaria entusiasta. Empezó todo en mi niñez con un abusador de gatos al que puse en su lugar con un brazo fracturado. Luego tuve otro episodio en el colegio con un ladroncito de cosas ajenas, al que también tuve que enseñarle a no tocar las cosas de los demás. Por lo menos las mías. También en mi adolescencia me había enfrentado a un golpeador, y casi lo mato. Me pegó una sola vez, pero cuando me iba a asestar el segundo golpe, tomé el cenicero de cristal que estaba atrás mío y se lo estrellé en la cabeza. Afortunadamente intervino mi padre, el tipo quedó internado con conmoción cerebral a causa de un golpe al caerse y nunca más lo volví a ver. Después del evento mi padre me miró fijamente y me dijo que si bien entendía mi causa, no podía ser tan extremista. En aquel entonces papá tenía un taller mecánico, y para canalizar mis rabias interiores me llevó a trabajar con él y me enseñó todos los trucos del metier. Así que mis días y vacaciones las pasaba entre bujías, alternadores, distribuidores, frenos de disco, frenos de tambor, líquido de freno, transmisión y todo lo relativo a los automóviles. Cuando Valeria y Gregorio se casaron no estuve de acuerdo de que se fuesen a vivir a Punta del Este, pero a él le había surgido una muy buena propuesta laboral, y Valeria que trabajaba en un banco podía pedir el traslado. Los veía muy poco, porque solo venían una vez por mes, y las veces que yo intenté ir, siempre tenían algún programa, o se iban al Chuy, o tenían un casamiento, o saldrían a cenar con amigos. Igual hablaba casi todos los días con mi hija, pero de a poco empezó a sonar como apagada, pero si preguntaba nunca le pasaba nada. Estaba cansada, o con mucho trabajo, pero su voz había cambiado. Fue por esos días en que me llamó muy entusiasmada diciéndome que estaba embarazada. A partir de esa noticia no hubo Cristo que me pudiera persuadir de no viajar a Punta del Este. Para evitar pretextos les dije que me quedaría en un hotel donde estaría más cómoda, pero quería estar con ella cuando se hiciese los análisis. Cuando llegué estaba sola, su marido aún estaba trabajando, así que la invité a tomar el té en alguna coqueta confitería del centro de Maldonado. Estaba tan demacrada, y delgada que me preocupé mucho y le dije que un buen chocolate le iba a alegrar el corazón. Dudó un poco. No sabía que iba a pensar Gregorio si llegaba y ella no estaba en la casa. La tranquilicé diciéndole que yo lo llamaría. Así lo hice. Se mostró sorprendido que yo ya hubiese llegado y que me hospedara en un hotel, pero no puso inconvenientes a nuestra salida de mujeres. Valeria se sentó y solo recién cuando nos trajeron las tazas de chocolate caliente, y la empleada se hubo retirado, me miró a los ojos. Estaba distinta, pero ya era una mujer. ­-Hola mami, que suerte que llegaste. Estoy muy cansada con lo del embarazo, y me duermo en cualquier lado. Esta semana tengo varios exámenes pero igual podemos ir a almorzar. -No Vale, iremos a almorzar pero te voy a acompañar a tu médico. Quiso protestar que no, que iba a ir con su marido, pero no le di oportunidad. Yo voy también hijita, estás muy delgada. Quiero conocer a tu ginecólogo, y me quedaré hasta que tengas los resultados. Ni en mis más horribles pesadillas imaginé lo que me tocaría ver. Durante el primer control médico, cuando se tuvo que hacer el análisis de sangre, vi que dudaba, y que no quería que yo entrara en la sala. Como insistí no tuvo más remedio que sacarse el saquito que tenía puesto. Los moretones y golpes desde los hombros hasta las muñecas eran importantes. El practicante la miró y le preguntó si había tenido alguna caída. Ella no respondió. Tenía puestos sus ojos en mi cara. Cuando salimos de la sala le pedí que me acompañara al baño. Entramos, cerré la puerta y le pedí que se desvistiera. Ella sabía que era imposible negarse, así que volvió a sacarse el saco, y luego bajó el cierre de su vestido y lo dejó caer al piso. Todo su cuerpo estaba golpeado. Los hombros, espalda, pecho, estómago, muslos y hasta los glúteos tenían moretones y laceraciones importantes. Traté de que no se me notara, pero una rabia enorme empezó a carcomerme por dentro. No podía ni siquiera creer que el mal nacido hijo de mil putas hubiese siquiera osado poner un dedo sobre mi hija, y no una, sino varias veces, y además tener la habilidad enfermiza de hacerle creer que él actuaba así por causa de ella. Era increíble que la culpable fuese la víctima del agresor. -No es su culpa mami, es la mía, porque siempre me olvido de algo. Casi le pego yo por la estúpida respuesta. No sé a que hija crié, pero no ciertamente a una que justifique a un golpeador. Todas y cada una de las excusas tontas que me dio fueron rebatidas. Solo le hice una pregunta: - ¿Vas a permitirle que también le pegue a tu bebé? Ahí se derrumbó, y estuvo llorando cerca de una hora. Cuando volvimos a la casa, ya mi yerno estaba ahí, aunque en el interin le había mandado diez mensajes de texto preguntándole donde estaba. No le permití responder. Cuando lo miré a los ojos, supo con certeza que yo sabía. No lo dejé ni hablar. Le dije que lamentaba profundamente que mi hija se hubiese casado con un cobarde pegador de mujeres, y que también odiaba el hecho de que mi futuro nieto tuviera tal padre. Que iba a hacer la denuncia en la comisaría, y que esperaba por su bien que se tratara. Le prometí que si alguna vez volvía a tocar a mi hija, esa vez iba a ser la última. Me miró guapeando, y fue ahí que vi cerca de la entrada, en el paragüero un hermoso bastón de su abuelo, con toda la empuñadura de bronce. Mirarlo, tenerlo en la mano y golpearlo en el medio de su estómago fue todo uno. Cuando estaba caído en el piso, lo volví a golpear, esta vez con el pié. Mi hija intentó detenerme. La tomé del brazo y la hice caminar hasta la comisaría más próxima. Pasaron tres años, a Valeria le empecé a ver con regularidad. Si no venía ella -siempre sola- iba yo. Cuando nació Lucía todo hacía pensar que el pasado había quedado atrás. La niña crecía y se ponía cada vez más bonita. Venían ambas dos veces por mes a Montevideo, y yo viajaba los otros dos fines de semana. Nos veíamos las tres. Gregorio nunca era de la partida. Un día cuando Lucía tenía algo más de dos años, se quiso quedar a dormir conmigo en el hotel. Cuando la desnudé para bañarla se tapó los golpes de las piernas. –Fue sin querer abu, yo estaba en la mesa y se me cayó un vaso al piso y papi se enojó. Hice como que aquello era algo sin importancia, y al rato cuando ya estaba tranquila jugando con sus muñecas, le pregunté si su mami también se portaba mal, y si su papi la rezongaba. Ahí dudó. Fue una décima de segundo. Era una niñita que no sabía si hablar o no. Finalmente me dijo que era un secreto que tenía con su mami, y que nadie debía enterarse. Que su papi las quería mucho, pero a veces se ponía nervioso y no sabía bien que hacía. Si bien algunas personas nunca cambian, quise darle una oportunidad, pero la rechazó. Empecé a visitar a Valeria regularmente, y conocer la rutina de sus vidas. También comencé a seguir a Gregorio. Descubrí muchas cosas que a Valeria no le hubiese gustado saber. Gracias a Dios, cuando mi yerno sufrió el terrible accidente automovilístico iba solo en el auto. Según los expertos iba a alta velocidad y le fallaron los frenos Valeria lo lloró, pero no demasiado ni por mucho tiempo, y cuando conoció a Fernando supe que finalmente iba a ser feliz, ya que Lucía lo adoraba. Durante mucho tiempo mi hija me miraba con una pregunta en sus ojos, pero nunca la hizo. Yo por mi parte, fui al cementerio a los tres años de la muerte de Gregorio. Fue realmente una tragedia que un hombre tan joven perdiera la vida, pero yo soy una persona honorable. Siempre cumplo mis promesas.

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