miércoles, 5 de mayo de 2010

Ausencia de mujer con luces


Ausencia de mujer con luces

Uno vive toda la vida para una sola noche, piensa, mientras mira a través de la ventana del bar. O para una sola mujer.

Si bien el hombre no es tan joven, tampoco es descolado mueble viejo, y algunas veces se siente cansado de todo, desanimado, irremediablemente triste. Como ese día.

Debe haber pocas cosas tan lastimeras como beber solo, piensa.
Mira a la gente del bar, y se siente más solo que nunca, como un alcohólico viejo buscando la última curda. Esta soledad es tan fría como la muerte, y tiembla cuando un escalofrío le recorre la espalda y la nuca.

De buena gana bebería en su casa, lejos de las miradas lastimeras de los demás.
Pero el hombre en cuestión detesta la soledad de su casa vacía. Detesta que ella no esté ahí cuando llega. Detesta la mesa sin flores, la almohada huérfana de perfume, y la cocina vacía de olores.

Y no es que ella fuera de esas mujeres que usan delantal y cocinan canelones. Ella no era una buena ama de casa, pero su sonrisa contagiaba como el sarampión.

Ella nunca tomó mate, pero tenía ojos de gata, con luces amarillas.
Y de hecho, a él que le importaba que no cocinara canelones, si lo cocinaba a él a fuego lento. Algunas veces de tanto extrañarla le dolía el cuerpo. Los amigos le decían que era artrosis. El sabía que cuando ella llegaba, lo miraba con los ojos de luces amarillas y sus carcajadas inundaban el aire, ya no existía ni la artrosis, ni la artritis ni la gente, ni los amigos. Ni el dolor.
Ella era como la luz de las mañanas, cuando uno se despierta después de una pesadilla y agradece a Dios ver el sol y estar vivo.
Pero ella ya no está.
Ha pasado por la puerta de su casa, solo con la idea de escuchar su risa, o de que lo miren nuevamente los ojos de las luces.
Pero la casa está cerrada. La oscuridad de la noche le pesa en el cuerpo, y piensa que si lo mirara de nuevo caminaría más liviano.
Pero no puede ser.
Convencido de que tal vez hoy la vuelva a ver, el hombre del amor ausente paga la cuenta y sale al frío.
Camina unas cuadras, y cuando más ensimismado está pensando en los ojos que le quitan el sueño, los ve aparecer a lo lejos. Siente que lo iluminan. Los ve aproximarse y sale contento a su encuentro.

Minutos más tarde se arremolina la gente. Esa curiosidad malsana de las personas, y el sensacionalismo barato de los periodistas filmando los ojos abiertos y sin vida del hombre.
Más allá, esparcidos por doquier los vidrios rotos de los focos amarillos del auto negro.

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