viernes, 14 de mayo de 2010

Justino

Justino

La alegría del pobre viejo era contagiosa.

Yo me pregunte varias veces de donde saldría ese espíritu casi infantil.

Cuando se reía su boca desdentada temblaba y todo su cuerpo se sacudía.

Era peón de la estancia de los Arregui.

Supo tener mujer, pero hacia años que la había enterrado junto a los deseos de tener dos o tres negritos juguetones.
Tampoco eso se le dio.

Dedico toda su vida al patroncito Andrés, que –entre nosotros era un mal bicho-, y aunque lo había visto nacer, le había enseñado a caminar y a montar a caballo, nunca logro que le dijera Justino. O tío Justino, o negro Justino.
Siempre lo llamo Negro.
Vení, Negro, ensillame el tordillo, Negro. Cebame unos mates, Negro.
Cuando se puso más viejo, la diabetes le trajo de regalo una ceguera.
Todos pensamos que Justino no duraría.
Pero no, nos equivocamos.

El negro sobrevivió a su mujer, a sus hermanos y a sus patrones.
El patroncito Andrés ya no le pedía nada, porque como decía: - “Este negro de mierda ya no sirve ni pa’ cebar un mate”.
Pero Justino pasaba sus días en la estancia y todo el que lo conocía no podía entender que lo mantenía vivo.
No tenia familia, no tenia sueldo porque ya no podía trabajar, no tenia ojos que le recordaran el cielo azul, el amarillo de los maizales, o la sonrisa de su mujer, pero el negro siempre estaba riendo.
Cuentan que un día Facundo, el yerno de Arregui, que le tenia aprecio al viejo, quiso sonsacarle algo.
-Justino, le dijo. ¡Que maravilla de hombre!. ¿Cómo hace para estar siempre tan contento?.
- Fácil m’hijo. Tengo mis memorias.
Facundo miro un largo rato a Justino, antes de preguntar:

-¿Que memorias son esas Justino?

El viejo, que hacia años que tenía ganas de hablar, de que alguien le preguntara algo, de recordar en voz alta, respondió:

-M’hijo, vos te acordas de tu niñez, de tus abuelos, de la primera vez que fuiste a la escuela, de tu primera novia. De todas tus primeras veces.
Yo me acuerdo de mucho más.

Me acuerdo de la vez que estaba esperando a la finadita –mi mujer- sabes.
Estaba solo, sentado en unos troncos en el monte.
Pero en realidad no estaba solo.
Estaba el silencio, la luna redonda, las ramas que se movían con el viento, y todos mis sueños de futuro.
¡Vaya si era un negro soñador!.
Dispués el destino se encarga de bajártelos de un hondazo, pero en aquel momento, uno era joven, era fuerte y se creía que esa primavera del alma iba a durar para siempre.
Con la finadita –que en paz descanse y Dios la tenga en la Gloria- nos gustaba salir a caminar a la hora de la siesta.
Caminábamos y caminábamos, y nos entreteníamos mirando colibríes, churrinches, benteveos y mariposas.
A la finadita le encantaban las mariposas.
Las negras y amarillas, las blancas, pero las que mas le gustaba eran las azules.
Esas grandes –viste- con los bordes de las alas plateadas.
Ahora no preciso cerrar los ojos para verla correr.

Todavía la veo corriendo, con las trenzas negras flotando, riéndose, persiguiendo siempre mariposas azules.

Aun siento el perfume de aquellas tardes de siesta.
Aun escucho el aleteo de las mariposas.
Y sueño todas las noches con ella.
Llamándome. Riéndose y llamándome entre risas.
-Vení Justino. Vamos a correr mariposas.

Facundo quedo tan maravillado con las palabras de Justino, que decidió que tenía que hacer algo, cualquier cosa, para ayudar al viejo.

Se acordó entonces que en el Hospital de Tacuarembó tenia aquel amigo oftalmólogo que tantos éxitos había tenido devolviéndole la luz a los que estaban a oscuras, y que además le debía muchos favores.

Ni siquiera le consulto a Justino sobre si a el le gustaría intentar recobrar la vista.

Dio por hecho que su deseo de hacer la buena obra del día alcanzaba y justificaba su intención.
Solo le dijo al viejo:
-Justino, la semana próxima prepárate que nos vamos pa’Tacuarembó.

Justino hacia años que no salía de la estancia –parte por su ceguera, parte por su vejez, pero sobretodo por no tener adonde ir ni que hacer en otro lugar, pero no deseando contradecir al Facundo, solo dijo:
-Lo que vos digas, muchacho.

Lo que paso después fue muy lento, pero rápido de explicar.
El Dr. Barrios era tan bueno como la fama que tenia, y la ceguera de Justino causada por una diabetes no de nacimiento, sino ya cuando rondaba los cincuenta, no fue ni siquiera un desafío parta el medico.

Como el Dr. Barrios solo le debía favores a Don Facundo, ni se molesto en hablar con Justino para explicarle la operación y mucho menos para decirle que había ido todo bien.

Solamente le dijo a Facundo: -El viejo quedara de maravillas en unos días.-

Ya de vuelta en el pago, Facundo informo a Justino que las vendas que tenia en la cara debían permanecer dos semanas, que pasaron volando.

El día esperado, Facundo llevó al viejo al casco de la estancia, y lo hizo sentar en el salón grande, donde todos, incluido el mal bicho del patroncito Andrés, esperaban la sorpresa que les había adelantado Facundo.

¿-Que es tanto alboroto?, dijo Justino al sentir las voces y los cuchicheos de la gente que lo rodeaba.

-Nada Justino. Es que vamos a sacarte esas vendas.

Cuando Facundo se puso a cortar las gasas, el viejo empezó a temblar.
-Tranquilo, negro, que te tenemos una sorpresa.

Cuando finalmente le sacaron la ultima gasa, el salón estaba apenas iluminado, recomendación del medico.

Justino abrió los ojos, recorrió la habitación y los volvió a cerrar instintivamente al tiempo que lloriqueaba, - no entendiste nada m’hijo-.
Lo único que me quedaban eran mis recuerdos. Y mis recuerdos no son estos.
Mi recuerdo de este salón era el olor de los jazmines y la patrona llamándome para que alimentara a las gallinas, o a los chanchos.
Mi recuerdo era el patroncito Andrés buen mozazo y con 20 años, mi recuerdo era de otra vida en que fui feliz.
-Para que quiero yo esta luz en los ojos, cuando ya no se que hacer con ella.-

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