jueves, 13 de mayo de 2010

Imitando a Susanita

Imitando a Susanita

Elena, mi hermana menor era como Susanita. Lo único que quería de la vida era una familia con marido e hijos, vacaciones de verano, y una cocina con cacerolas.
Aquel día estábamos aburridas porque llovía y nos dedicamos a molestar a la abuela italiana.
La abuela había sido en su juventud, una preciosa mujer. Alta, muy elegante, con la piel blanquísima el pelo renegrido y unos enormes ojos negros. Su padre había sido capitán de barco y eran genoveses.
Elena le dijo, —Abuela, cuando sea grande me voy a casar.
La abuela que debía estar en su día lúcido, le dijo,
—Hay mijita, ¿tú estás segura que vas a querer casarte? Ahora tú lo piensas porque eres
una jovencita que ve mucha televisión, pero, los hombres…………..
—¿Que pasa con los hombres, abuela?
—Bueno, querida, algunos son muy desagradables y hacen toda clase de ruidos.
Elena y yo nos miramos, y nos tentamos.
—¿Qué ruidos, abuela?
—Bueno, ya saben, eructan, se tiran gases, escupen por la calle, se rascan el traste en público y sin ningún disimulo. Cuando yo era niña venía a mi casa mi tía Juana con mis dos primos. Nosotros les decíamos “las gallinas prolijas” porque estaban todo el tiempo acomodándose los huevos.
Las carcajadas de nosotras hicieron que la abuela se envalentonara y hablara sin tapujos como hablaba antes. Antes del Alzheimer.
—Uds. fueron a colegio solo de niñas, pero yo iba a un colegio mixto, y los varones eran tan estúpidos, que yo no podía entender como alguien podía ser tan estúpido sin entrenar. Los varones se iban a atrás del gimnasio a medirse el pito, a ver quien lo tenía más grande. Pueden creer que hacían concursos a ver quien eructaba más fuerte, o quien escupía más lejos, o quien se tiraba el pedo con más olor o con más ruido. O quien orinaba con el chorro más distante. Se metían los dedos en la nariz, miraban lo que se sacaban y se lo comían. Un asquete total.
Ni les cuento en el gimnasio. Las clases eran separadas, pero cuando se sacaban los zapatos de tapones, el olor a pie era para matar a un ejército.
Cuando se les va la niñez, la estupidez empeora. O se vuelven fanáticos de once tipos corriendo tras una pelota, o viven con la idea fija, comprándose revistas XXX y masturbándose día y noche, o ambas cosas.
—Cuando crecen mejoran, pero poco.
—¿Abuela, tu eras feliz con el abuelo?
—Ah, eso es distinto. Tu abuelo era EL HOMBRE. No había dos como él. Parecía de otro planeta. Por eso lo elegí. Yo había tenido otros novios, pero eran o muy estúpidos, o muy machistas, o muy celosos. También tuve uno que era violento. Nunca, pero nunca se vayan a ennoviar con alguien violento. De grande todos los caracteres se acentúan, así que el que es violento puede llegar a pegarles. Nunca permitan que un hombre les ponga un dedo encima. Yo no hubiera podido vivir nunca con ninguno de ellos. Además uno de ellos era napolitano, y papá me lo hubiera corrido como a una rata.
Papá siempre decía que no habían personas más mentirosas que los napolitanos.
Pero tu abuelo era otra cosa. El era lindo, buena persona, muy trabajador. Era un excelente padre. Fue un hombre que en vez de complicarme la vida, me la hizo más agradable, más placentera. Me ayudaba con las tareas de la casa, y era muy cariñoso conmigo. Me colmaba de regalos. Joyas, flores. Le encantaba llevarme a pasear.
Era realmente de otro planeta. ¿Se acuerdan Uds. que las bañaba, las peinaba y las llevaba al colegio todos los santos días?. ¿Te acordás Mariana, cuando te hacía las trenzas, o las colas de cabello?. Era muy especial y fui muy afortunada de vivir tantos años con él.
Ojalá Uds. tengan la suerte de encontrar hombres buenos. Aunque con los peludos que hay por ahí no se. Capaz que hasta un día terminan usando caravanas.

—¿Y vos, Mariana, también querés casarte?.
—Abuela, creo que eso no es para mi. Me parece que debo ser como el abuelo. De otro planeta. Siempre estoy a contrapelo con todo, siempre me siento como sapo de otro pozo. Y no me gusta la vida que veo de las mujeres casadas. Yo no quiero depender económicamente de un marido. —¿Entendés abuela?. Yo quiero ser feliz, pero mi felicidad no pasa por solucionarle la vida doméstica a nadie. Nunca me interesó la cocina, ni siquiera para experimentar. No quiero ser la esclava de nadie. Sabés que detesto lavar platos, y los domingos cuando tenemos que lavar la cocina, yo siempre le vendo mi turno a mis hermanos que no saben administrar su dinero. La monja de labores llamó a mamá para decirle que el año que viene me metiera en otro idioma –el italiano tal vez- porque estuve todo el año trayendo y llevando aquel trapo y nunca conseguí hacer ni siquiera un punto cruz. No puedo hacer nada que no me interese, y coser o bordar no está ni estará nunca en mi lista de prioridades. Elena es como Susanita, y yo soy la versión rubia de Mafalda.
A veces no puedo ni soportar a mis propios hermanos. No pueden verte sentada porque ya te piden algo. Y si estás haciendo algo, siempre tienen una forma de hacerlo que es mejor. Siempre te quieren decir como hacer las cosas. Y yo hago las cosas como quiero y cuando quiero, y eso no creo que ayude para una vida en pareja. Y si alguno me llega a pegar, o lo corto en dos o lo enveneno con veneno de ratas.

Elena se mete en la conversación y dice, —Entonces no te cases porque vas a ir presa, y tené muchos novios como la abuela.

Nos reimos las tres.

Cuando volvemos a mirar a la abuela, ya cambió de galaxia. Volvió a su otro mundo dividido en dos, por un lado hombres ruidosos y tontos y del otro, un solo hombre para toda la vida.

También dejó de llover. Nos miramos con Elena.
Miramos a la abuela ensimismada en su galaxia propia.
Elena dice —Mirá, se hizo el arcoiris, vamos a pedir un deseo.
Años más tarde nos enteramos que ambas habíamos pedido el mismo deseo.

Ser tan felices como lo había sido la abuela.

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