viernes, 28 de mayo de 2010

Escollera con nueces y zapatos rotos


Escollera con nueces y zapatos rotos


Los días grises tienen esa suerte de tristeza parecida a la de los atardeceres.
Por eso no me gusta recordar a mi padre esos días.
Sin embargo ayer era un día gris, oscuro y triste, y su recuerdo se me apareció delante de esos papeles que garabateo diariamente.
Justo enfrente de los saldos bancarios estaban sus ojos grises.
Con uno de esos ademanes que tendríamos que saber que son inútiles, traté de tocar su rostro. Por supuesto que no toqué nada y mi mano quedó como suspendida en el aire. Mi cerebro no le debe de haber enviado ninguna contraorden, porque quedó ahí quieta.
Esperando.
Entonces recordé.
Tantas, tantísimas otras veces mi mano había quedado ahí, deseando tocarlo, y se había quedado quieta, Inmóvil.
Al llegar al corte habitual del mediodía, decidí ir hasta la escollera. A él siempre le había gustado pescar en ese lugar, y mi trabajo no quedaba tan lejos. Si bien no estaba vestida para la ocasión, con el tailleur color manteca y esos zapatos muchísimo más elegantes que cómodos, fue un impulso fuerte ir hasta allí.
Tal vez la cercanía de las fiestas, o sus ojos sobre mis papeles, o vaya a saber lo que. El hecho es que llegué a la escollera despertando más de una mirada curiosa y alguna que otra grosería, pero ni me importaron las miradas, ni las groserías, ni mucho menos lo que estaban sufriendo los benditos zapatos altos en aquel lugar tan poco apropiado. Había unos cuantos pescadores para ser mediodía, pensé. Aunque en verdad tampoco tenía ningún parámetro de comparación. Nunca había ido a la escollera un día de semana, y menos a mediodía.
El hombre me llamó la atención. No sé si fueron sus manos, diestras para abrir aquella caja de madera manchada por los años, o la forma y paciencia con que manejaba la tanza y los anzuelos que tenía prolijamente ordenados por tamaños. Tal vez fue lo corpulento que era, o aquel camperón de cuero que había conocido varios inviernos, o sus zapatos, gastados pero de buena calidad.
Como pude me senté a su lado. La pollera corta no me impidió acomodarme con las piernas colgando hacía el oleaje. Casi me río pensando en las consecuencias que podría tener que se me cayera un zapato al agua. Me imaginé el camino de retorno a la oficina, oliendo a pescado y con un zapato solo en las manos.
El hombre volvió su cara hacia mi y me miró.
Estuvo largo rato contemplando mi cara, luego sus ojos bajaron a mis manos y se detuvieron un rato. Por último miró de reojo mi pollera y mis zapatos “al tono”, y volvió a mi rostro.
Fue entonces que dijo: ­“-Ya veo que recibiste mi mensaje. Solo a vos se te ocurriría venir este lugar vestida como estás. Tu despiste sigue siendo el mismo”.
Lo miré incrédula. Este diálogo no es real, pensé. Esto no está pasando.
Sin embargo, y para mi asombro le contesté: “-Y que querías, que fuera hasta casa a cambiarme. Vos estás jubilado, pero yo no”.
El sonrió y dijo “Nunca te quedaste callada”.
Luego preguntó: “Estás bien?”. Le contesté: “Hago lo que puedo”. Fue lo último que dijo. Miró su caña que estaba haciendo señas inequívocas de que algo había “picado”.
Se concentró en lo que estaba haciendo como si yo no existiera, pero de pronto su mano agarró la mía y la apretó fuerte. Luego la soltó.
Entonces fue mi mano la que tomó la suya. No hubo ni siquiera un minuto de duda. Tomé aquella mano y la acaricié.
Y no se por qué vino a mi memoria una mesa con mantel blanco, con nueces almendras y avellanas. Pensé, se me pasó el 8 y todavía no hice el árbol. Hoy sin falta lo hago.
Cuando miré a mi lado no había nadie. Busqué con la vista pero no encontré ni rastros del camperón, ni de la cajita. Nada.
Como pude me levanté y empecé el camino de retorno.
Creo que sentí una voz cascada que decía: “La gente se chifla desde joven. Mirá sino, venir así vestida y ponerse a hablar sola”.
Me vino un acceso de risa, pisé mal y vi que uno de los tacos se había separado lastimosamente del zapato. Ya no pude controlar las carcajadas. Me lo saqué y con pinta de ejecutiva en desgracia comencé a caminar con un pie calzado y el otro descalzo hacia la ciudad de cemento.
Seguía riéndome

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